SERIE DE ESTUDIOS “LA RUTA DE LA VIDA”
TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 12:1-2
INTRODUCCIÓN
Ceder el paso a los viandantes y a los automóviles que se incorporan a una vía o que circulan por una rotonda a veces se ha convertido en un ejercicio más de voluntariedad que de obligación. Muchos consideran el ceda el paso como una opción en la que se puede o no dejar pasar a otros dependiendo del estado de ánimo que tengan. ¿En cuántas ocasiones, intentando acceder a la autovía, ha habido conductores que, en vez de pasar al otro carril de su izquierda, nos han obligado a aminorar la velocidad en nuestra incorporación, provocando en la mayoría de los casos algún alcance peligroso? Ceder el paso puede convertirse en una auténtica lotería en la que invertir mucha fe y confianza en el buen hacer del que viene lanzado desde detrás. Es como si solo el hecho de ceder algo fuese un síntoma de debilidad, un engorro u obstáculo a seguir su ruta a velocidad constante. Ya no vamos a hablar de los que se saltan sistemáticamente esta señal de tráfico y que tarde o temprano sufren las consecuencias de su infracción.
Ceder posee varias acepciones: “Dejar o dar voluntariamente a otro el disfrute de una cosa, acción o derecho”, “rendirse, someterse”, “disminuir o cesar su resistencia”, y “perder posiciones ventajosas”. Si nos atenemos a todas ellas, podemos extraer valiosas lecciones sobre lo que implica una relación con Dios sana y correcta, y sobre cómo hemos de comenzar la ruta de nuestras vidas. Muchos creyentes manifiestan su frustración y derrotismo en lo que a su vida espiritual se refiere. Entre sus expresiones más frecuentes aparecen términos relacionados con mediocridad, pesimismo, inercia religiosa, y un sentido de propósito vago y casi inexistente. Normalmente, cuando esta clase de actitudes acaparan la dinámica espiritual de un cristiano, éste suele acudir a iglesias, retiros o conferencias en las que pueda recibir de Dios lo suficiente como para recargar durante una temporada sus pilas emocionales y espirituales. Y ahí es donde radica el verdadero problema. Pensar que solo somos receptores de las bendiciones de Dios, que somos tragaldabas espirituales que viven de experiencias sobrenaturales y de estados alterados de conciencia, y que necesitamos más y más de Dios, no es la manera más eficaz de vencer la abulia espiritual que nos carcome por dentro.
¿Y si en vez de pedir más y más a Dios, nos diésemos más y más nosotros a Él? ¿Y si en lugar de demandar nuevas revelaciones y milagros a Dios para apuntalar nuestra exigua fe, voluntariamente nos rindiésemos a Cristo, cesáramos de resistirnos para dejar que el Espíritu Santo nos transformase cada día, y dejáramos de pensar que nuestro sacrificio a Dios es más una pérdida que una ganancia? Otro gallo cantaría entonces, o por lo menos esa es la reflexión que extraigo de las palabras que el apóstol Pablo escribe a los romanos. La plenitud de vida, la llenura del Espíritu Santo y la satisfacción completa de nuestra vida espiritual comienzan por rendirnos y darnos a Dios sin escatimar nada de nuestro ser. Por supuesto que debemos pedir a Dios más de Él, pero siempre y cuando entendamos que no podemos demandarle nada si primero no estamos dispuestos a entregarle todo a Él. Jesús, en una de sus enseñanzas favoritas y más enfatizadas, lo deja absolutamente claro: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y grande mandamiento.” (Mateo 22:37). ¿Queremos comenzar la ruta de la verdadera vida en Cristo? Iniciémosla rindiendo humilde y solícitamente nuestra alma, cuerpo, mente y voluntad a su soberano señorío.
- CEDE EL PASO A DIOS EN TU CUERPO
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” (v. 1)
El apóstol Pablo conocía a la perfección lo que de viaje o carrera tenía la vida. Sabía con absoluta certeza que era necesario someterse bajo la mano del Gran Entrenador de la vida para alcanzar la meta y lograr la victoria. Por eso, aportando su experiencia vital, el apóstol de los gentiles hace un encarecido ruego a sus amados hermanos en Roma sobre cómo lograr una vida cristiana plena y con propósito. Este ruego viene respaldado, no solamente por el amor que por sus consiervos romanos Pablo profesaba, sino que también se apoyaba en las misericordias abundantes y providentes de Dios para con ellos. Si en algo estimaban los beneficios que Cristo había logrado a favor suyo, debían prestar atención a las indicaciones que iba a reseñar a continuación. Cristo los ha salvado, ha manifestado su bondad en cada paso de sus existencias, les ha perdonado convirtiéndose en la propiciación por sus pecados, les ha liberado de sus cadenas, les ha reconciliado con Dios, les ha justificado, les está santificando, les está dando vida eterna en abundancia y, como colofón a estas misericordias tan maravillosas, les glorificará en el día de su segunda venida. Cualquier cristiano que se precie de serlo, y que reconoce de cuántas maneras el Señor nos ha bendecido y ha prodigado su intenso amor para con nosotros, sabrá valorar lo que Pablo quería decir y derramar en su ruego entrañable. Le debemos tanto a Cristo que no tenemos por menos que rendirnos a él sin excusas ni justificaciones de ningún tipo.
Esa rendición comienza por nuestro cuerpo. Presentar nuestro cuerpo supone retrotraernos a los ritos sacrificiales del Antiguo Testamento en los que el cuerpo de la víctima propiciatoria se colocaba en el altar para ser consumida completamente por el fuego. El cuerpo humano tiene la particularidad de ser el lugar en el que los deseos malvados y pecaminosos, las depresiones emocionales y las vacilaciones espirituales tienen su cuartel general: “Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte… Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 12:7, 22-24). Dados estos detalles de la propia experiencia de Pablo, ¿podríamos entonces decir que nuestro cuerpo es tan incontrolablemente obstinado e inclinado a la maldad, que no podemos someterlo bajo el señorío de Cristo? Según el dualismo gnóstico procedente de una corriente filosófico-mística griega de la época, el cuerpo era completamente malvado y el alma era completamente pura y buena. A raíz de esta premisa, muchos de los creyentes de la iglesia primitiva llegaron a la conclusión de que no importaba lo que hicieran con su cuerpo, dado que su alma ya había sido salva. Concebían al ser humano como un ser con dos compartimentos estancos en los que lo que se practicaba con el cuerpo no tenía repercusiones en su espiritualidad. Este error es un error que aún sigue cobrando sus víctimas en muchas comunidades de fe: personas que dividen su vida entre la parcela privada y la pública, que los domingos son santos elevados y superhipermegaespirituales y el resto de la semana son de la piel del diablo,
La enseñanza que Pablo pretende dejar más que sabida es que nuestro culto racional, esto es, la lógica de la redención de todo nuestro ser, cuerpo y alma, espíritu y mente, voluntad y emociones, es rendir nuestros actos y palabras a Cristo. Si nuestra alma ha sido redimida por Cristo, nuestro cuerpo puede ser controlado por ella, y prueba de esto son las palabras de Pablo a los corintios hablando de la diferencia que existe entre el antes sin Cristo y el ahora con él: “Mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.” (1 Corintios 6:11-13). Si nos hemos rendido al señorío de Cristo y hemos recibido de él sus misericordias, nuestro cuerpo debe ser ofrecido en adoración y reconocimiento de su soberanía. Nuestras palabras, nuestras lecturas, nuestra actividad, nuestra ayuda y nuestros pensamientos son ahora los instrumentos que Dios usa para sus propósitos santificadores: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensiblemente para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará.” (1 Tesalonicenses 5:23-24). Nuestro cuerpo, después de haber sido redimido por Cristo ya no puede obedecer a la voz del pecado, su antiguo amo y señor: “No presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.” (Romanos 6:13). Al rendirnos a Cristo, ya no somos dueños de nuestro propio cuerpo, sino que lo fiamos a Dios para que Él haga con nosotros según su sabia voluntad: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Corintios 6:19).
Rendirnos ante Dios en Cristo supone poner en sus fiables manos todos nuestros sueños, esperanzas y planes más apreciados y valiosos. A veces pensamos que el sacrificio de todas estas cosas es algo doloroso y que comporta pérdida, pero nos equivocamos si pensamos de ese modo. Incluso llegamos a asumir que Dios los destruye o desecha de un manotazo insensible. Lo que Dios hace con ellos es purificarlos y refinarlos de tal manera que éstos se ajusten a darle la gloria y a lograr un bienestar físico, mental, emocional y espiritual ahora y en la eternidad. De esta forma, todo lo que hacemos lo hacemos con el corazón de un adorador que pone a Cristo como referente y centro de toda su existencia. En ese sacrificio vivo y santo, en el que se agrada el Señor siempre, le demostramos con nuestra ofrenda nuestra sinceridad, nuestro amor y nuestra devoción apasionada y entrañable. Cedemos el paso a Cristo para que él se convierta en nuestro modelo tras el cual poder continuar nuestra ruta hacia la vida eterna.
- CEDE EL PASO A DIOS EN TU MENTE
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” (v. 2)
De nada sirve que el cuerpo sea presentado como una ofrenda en el altar de Dios, cumpliendo con todas las estipulaciones y reglas de una religión, predicando la bondad y la justicia, leyendo la Biblia y conociéndola de principio a fin o dando limosnas a los necesitados, si la mente y el corazón no han sido regenerados. Jesús destapó la hipocresía de los fariseos, aquellos que en obra y palabra parecían observar todas y cada una de las normas de la ley de Moisés, pero que en su interior solo había orgullo, egoísmo y delirios de grandeza. Lo normal es que existan incrédulos haciéndose pasar por cristianos, pero lo que no tiene sentido es que un cristiano se involucre y enfrasque en los negocios de este oscuro y mentiroso mundo. Lo mismo sucede para nosotros como hijos de Dios y redimidos de Cristo. No basta con hacer cosas buenas; es preciso que nuestra mente participe de esas buenas acciones voluntaria y sinceramente. El mundo en el que vivimos es un mundo en el que las apariencias adquieren mayor relevancia y estatus que la vida interior, las verdaderas intenciones del pensamiento. Por eso Pablo no desea que el creyente en Cristo se acomode a la corriente de este siglo, que demuestre una cosa en la vida pública y que luego en la intimidad se desdiga incoherentemente. No podemos ni debemos dejar que el mundo nos meta en sus arteros y taimados moldes de entretenimiento, de modas, de vocabulario y de actitudes inmorales, apartándonos de la ruta de la verdad y la justicia de Cristo.
Rendirnos a Cristo implica dejarnos transformar, ceder a nuestro egoísmo para permitir que el Espíritu Santo vaya moldeando nuestro carácter, expectativas, perspectivas y opiniones. Es dejar de resistirnos ante la metamorfosis que Cristo quiere realizar en nuestra mentalidad para que podamos adquirir su mentalidad y visión de la vida: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:18). Es ceder el paso al Espíritu de Dios continuamente, el cual a través de la Palabra de Dios, irá logrando en nosotros una mente y una voluntad saturada de Dios y centrada en su Palabra de vida. Nuestra mente ya no se involucrará en aquello que es pernicioso, vicioso y pecaminoso, sino que se ajustará y acomodará a aquello que es beneficioso, hermoso y bondadoso, renovándose maravillosamente hasta conocer plenamente la mente de Cristo.
Cedemos el paso a Cristo en nuestra mente para deleitarnos en la preciosa y sabia voluntad de Dios. Ya no prestamos atención a las voces de nuestros deseos desordenados que nos conducen a la muerte, el desatino y la desgracia, sino que la voz de nuestro Señor se nos antoja tan increíblemente dulce y amorosa que abandonamos los caminos y atajos que desembocan en la perdición y la miseria. Cuando somos transformados en nuestra mente y corazón, nuestra razón y nuestra comprensión espiritual derriban esa mediocridad y ese derrotismo que conlleva no entregarnos completamente a Dios. El verdadero creyente que vive de victoria en victoria por la gracia de Cristo, ya no presta oídos a las susurrantes y aterciopeladas invitaciones a cometer delitos y pecados, sino que, por el contrario, tiene sed y hambre por cumplir y obedecer los dictados de Cristo para su vida. De tal manera Cristo hace que los ojos de nuestro entendimiento se abran a la realidad del mundo que nos rodea, que descubrimos que lo que antaño nos daba felicidad y satisfacción, ahora son escombros, desechos y basura para nosotros. La voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, pero solo la conoceremos si nuestra mente se rinde íntegramente a ella.
CONCLUSIÓN
La rendición es una condición sine qua non para conseguir llegar a la meta de una vida bien vivida y bien dirigida. Si no cedemos el paso a Cristo en nuestras vidas, nuestra fe languidecerá en la mezquindad y mediocridad de la inercia religiosa. Pero si sometes todo tu ser a Cristo y te dejas transformar por el Espíritu Santo cada día, la Palabra de Dios te dará mil y una razones para gustar de la buena voluntad de Dios. No dejes que la parálisis espiritual se adueñe de ti y permite que Cristo sea tu camino y guía. Hoy tienes una nueva oportunidad para aferrarte a la promesa que le hiciste a Cristo de seguirle y servirle; ríndete a él y renueva tu compromiso sin falta.