SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”
TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:9
INTRODUCCIÓN
Trabajar en favor de la paz nunca ha sido tarea sencilla. En un mundo en el que los conflictos y los enfrentamientos son el pan diario, erigirse como un adalid que busque promover la extinción de las disputas y peleas suele llevar aparejada la etiqueta de ingenuo. Allá por donde miremos no cesamos de ser testigos de discusiones que se caldean demasiado rápido. Las batallas dialécticas mal entendidas aumentan la tensión entre congéneres. Los intereses encontrados suelen hallar la solución por las bravas y cualquier conato de choque es aprovechado para ejercer la violencia y la agresividad más funestas.
Y eso por no hablar de las interminables contiendas que se libran en el espacio virtual de las redes sociales, de las reyertas entre bandas callejeras, de los furibundos altercados de índole política, religiosa o ideológica, o de las pendencias familiares por temas relacionados con herencias. A un nivel más global, las guerras y batallas bélicas copan los medios de comunicación, creando un ambiente enrarecido y tenso que sube en intensidad hasta meternos el miedo en el cuerpo. El ser humano, desde los albores de la historia, siempre ha estado involucrado en toda clase de ejercicios truculentos y sanguinarios de violencia.
Por eso, cuando escuchamos de personas que todavía creen en la posibilidad de un mundo en paz y armonía, lo primero que se nos viene a la cabeza es que son muy inocentes, en el sentido peyorativo de la palabra. Si ninguno de los contrincantes desea apearse de la burra, si los intereses particulares priman por encima de los colectivos, si las personas son capaces de cualquier cosa por lograr sus aspiraciones, incluyendo la agresión, si desde pequeños ya nos pegábamos con los niños del barrio de al lado, si hay conflictos enquistados durante siglos entre etnias, grupos religiosos, partidos políticos, países e instituciones empresariales y mercantiles, ¿cómo podemos pensar que un pequeño grupo de individuos puede llegar a cambiar esta dinámica omnipresente de peloteras y riñas?
Conocemos a personajes famosos que han ofrecido incluso su vida por lograr la paz entre semejantes, pero, ¿qué ha quedado de sus sueños y anhelos? ¿Podríamos decir que vivimos en un mundo mejor, menos violento, más dispuesto a fomentar el cuidado mutuo y el bienestar social? ¿O podríamos argumentar todo lo contrario? No es ni simple ni fácil dar una respuesta contundente a estas cuestiones.
Desde que los premios Nobel consideraron que debía galardonarse públicamente la trayectoria pacifista de personas implicadas en mejorar la convivencia entre seres humanos, muchos hombres y mujeres han recibido oficialmente el nombramiento de pacificadores. Algunos, con el tiempo, han desmentido su merecimiento, y otros, se han dado por vencidos al contemplar cómo la muerte y la guerra siguen cebándose en los inocentes y los que solo pasaban por ahí. Ser pacifista no siempre se corresponde con ser pacificador. El pacifista se adhiere a cualquier clase de doctrina encaminada a mantener la paz entre las naciones. El pacificador va más allá, porque no solamente se centra en la paz mundial a nivel global, sino que insiste en lograr la paz en las microparcelas de la convivencia social, en su relación con Dios y consigo mismo.
Si primeramente no nos reconciliamos con el Señor y no apaciguamos nuestro corazón con la ayuda del Espíritu Santo, poco podremos hacer para contribuir a la paz entre seres humanos. Nuestra aspiración, como discípulos de Jesús, es ser distintos en nuestra manera de entender la paz en todos sus aspectos y ámbitos de acción. Debemos ocupar nuestro tiempo en recuperar ese shalom perdido a causa del pecado, y de este modo, intentar construir en el ahora una paz que sobrepase todo entendimiento.
Jesús era un pacificador nato. Aunque también señaló que había “venido a traer división.” (Lucas 12:51), esto no quiere decir que no deseara la paz con todo su ser. Una cosa es que a causa de su mensaje se crease enemigos, y otra que fuese por ahí buscando gresca. Jesús no movió un solo dedo por promover la violencia, y si no, que se lo digan a Pedro, un feroz contendiente que siempre tenía lista su espada. Para que la paz fuese una realidad dio hasta su propia vida y ni siquiera sabiéndose injustamente juzgado y condenado, no abrió su boca para proferir amenazas o insultos. Vivió la paz más absoluta y plena, porque estaba en paz con su Padre, estaba en paz consigo mismo, y terminó sus días sobre la faz de esta tierra sin cuentas pendientes con nadie. Jesús es nuestro modelo por excelencia en lo que a la paz se refiere, y, por ello, cuando leemos esta nueva bienaventuranza, lo hacemos con su ejemplo delante de nosotros: “Felices los que trabajan en favor de la paz, porque Dios los llamará hijos suyos.” (v. 9)
- PAZ CON DIOS
¿Cómo podemos aspirar a ser pacificadores, a marcar una diferencia dentro de nuestra sociedad? Todo comienza desde nuestro interior hacia el exterior de nuestras vidas. Y todo tiene su génesis en lo espiritual, en nuestra búsqueda de reconciliación con Dios. Partiendo desde la base de que la paz por antonomasia es Dios mismo, esto es, el shalom primigenio, el estado de cosas tal y como el Señor las creó originalmente antes de que el pecado apareciese en escena, y teniendo en cuenta que Dios es el que dispensa esa paz al ser humano como un don deseable y práctico, entendemos que ser felices en este mundo, en esta realidad terrenal, tiene que ver con sostener una relación íntima y serena con el Señor.
La mejor vía de alcanzar la meta de la paz suprema con nuestro Hacedor reside en Cristo mismo: “Restablecidos, pues, en la amistad divina por medio de la fe, Jesucristo nuestro Señor nos mantiene en paz con Dios.” (Romanos 5:1) Solamente a través de la fe en el Señor Jesucristo podemos tener paz y amistad con Dios. En el sacrificio vicario de Cristo en la cruz, se obra el portentoso milagro de la reconciliación entre el ser humano, enemigo de Dios, rebelde sin causa y enfermo hasta la médula a causa de sus iniquidades, con el Todopoderoso Rey del universo. En la regeneración espiritual lograda por Jesús en nuestro favor, es que podemos comenzar una nueva vida de permanencia en Dios. Con la inestimable guía y soporte del Espíritu Santo no solo nos reconciliamos con el Señor, sino que anhelamos seguir ahondando en nuestra relación con Él, encontrando en este vínculo una paz interior que está muy lejos de la clase de paz a la que aspira el ser humano a través de sus medios y recursos.
La paz espiritual que se devenga de la amistad con Dios por medio de Cristo es una paz sostenida en el tiempo, no condicionada por las adversidades y demás circunstancias, susceptible de perfeccionarse día tras día hasta alcanzar su versión plena cuando estemos en la presencia gloriosa del Padre. Es ese shalom proyectado por Dios desde el principio de la creación que hace que todo se aproxime a cómo debió ser la conexión permanente de Dios con sus criaturas humanas en el Edén antes de la caída.
- PAZ CON NOSOTROS MISMOS
Llenos, pues, de la paz del Señor, de la seguridad de que hemos sido perdonados por gracia mediante la fe en Cristo, de la tranquilidad que nos ofrece la obra santificadora del Espíritu Santo, tenemos la oportunidad inmejorable de conseguir estar en paz con nosotros mismos. El pecado ha hecho, hace y seguirá haciendo estragos en nosotros mismos y en nuestra manera de relacionarnos con los demás. Nuestras malas decisiones y nuestros errores fatales de cálculo suelen provocar en nuestra alma heridas que todavía supuran y están lejos de cerrarse y cicatrizarse. La culpa nos invade, los remordimientos van ramificándose en torno a nuestra cordura mental hasta asfixiar el mínimo atisbo de paz. Y de ahí a los insomnios, al miedo, a la ansiedad o a la depresión solo va un paso. La culpa pesa mucho en el alma humana cuando esta reconoce a través de su conciencia que ha cometido crímenes y delitos que siguen pugnando por salir a flote en medio de nuestros pensamientos.
Uno de los efectos más benéficos y felices que se derivan de la reconciliación con Dios en Cristo es precisamente el de sentirnos en paz con nosotros mismos. Y alcanzamos este estado espiritual y mental tan necesario por cuanto entendemos que todos nuestros yerros y transgresiones son perdonados por Dios en virtud de la obra redentora de su Hijo unigénito. Y si Dios nos perdona, ¿qué obstáculo se interpone en el hecho de poder perdonarnos a nosotros mismos? ¿Qué imposibilita que nuestro sentimiento de culpa y nuestro sinvivir desaparezcan de nuestra memoria y espíritu? Si de verdad entendemos y hacemos nuestro el perdón que nos pone en paz con Dios, otra clase de paz, placentera y liberadora, se asienta en nuestro fuero interno.
Y, aunque las consecuencias de nuestros actos perversos y equivocados deban ser arrostradas en el día a día, la serenidad de la muerte de Jesús en el Calvario se convierte en el oasis al que vamos a refrescar el corazón y la mente. Allí es donde quedaron clavadas nuestras deudas y meteduras de pata para dejar de importunarnos: “Ha destruido el documento acusador que contenía cargos contra nosotros y lo ha hecho desaparecer clavándolo en la cruz.” (Colosenses 2:14). Y, lo que, es más, Dios “volverá a manifestarnos su ternura, olvidará y arrojará al mar nuestras culpas.” (Miqueas 7:19)
- PAZ CON NUESTRO PRÓJIMO
Una vez el creyente cristiano está en paz con Dios y consigo mismo, tiene la maravillosa oportunidad de trabajar para la consecución de la paz en su entorno, tanto mediato como inmediato. Parte del fruto que el Espíritu Santo hace brotar en cada uno de los discípulos de Jesús tiene que ver precisamente con la paz. Pablo nos exhorta a practicar la paz con nuestro prójimo siempre, aunque esto, como bien sabemos está lejos de ser cosa de coser y cantar: “En cuanto de vosotros dependa, haced lo posible por vivir en paz con todo el mundo. Y no os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos; dejad que sea Dios quien castigue, según dice la Escritura: A mí me corresponde castigar; yo daré a cada cual su merecido —dice el Señor—.” (Romanos 12:18-19)
Tal vez no logremos la paz mundial, pero si somos capaces de poner nuestro grano de arena, al menos, en lo que tenga que ver con nuestra disposición generosa a fomentar la paz a nuestro alrededor, consigamos algunas victorias dignas de ser tenidas en cuenta por nuestro Señor. A menudo ha sucedido que hemos llegado a renunciar a nosotros mismos o a nuestro interés personal legítimo por tener la fiesta en paz, y hemos incluso puesto la otra mejilla aun cuando en buena ley no tendríamos necesidad de hacerlo. Sin embargo, cuando se zanja un conflicto de este modo, aunque muchos te tachen de pusilánime, se consigue un triunfo que solo aquel que reconoce el valor de la paz puede saborear y disfrutar.
Por supuesto, siempre surgirán problemáticas que darán pie a que seamos soliviantados, arrastrados a una espiral de violencia y reclamación de nuestros derechos por la vía agresiva. No somos de piedra, y entendemos como seres humanos que existen situaciones límite que nos llevan más allá de lo que consideramos correcto desde nuestra óptica cristiana. Nos enfurecemos porque inexplicablemente nos hacen la vida un yogur, nos airamos porque se atenta contra nuestra dignidad, nos enfadamos porque el mundo es injusto, y siempre parece que existe una justificación a nuestra medida para tomar represalias contra quien nos ha dañado o nos ha faltado al respeto.
Mientras no rebasemos la frontera que separa el elemento emocional de la racionalización del pecado, la paz de Cristo irá desvaneciendo ese primer ímpetu o frenesí. Hemos sido llamados a ser pacificadores y no jueces, jurados y verdugos. Por tanto, si alguien tiene algo contra nosotros, dejemos en manos de un Dios justo nuestra causa. Confiemos, aunque nos duela y nos sintamos momentáneamente humillados, en que el Señor pondrá a cada cual en su lugar a su debido instante.
Roguemos a Dios para que nos fortalezca precisamente en esas coyunturas en las que somos puestos a prueba, en las que el viejo ser humano quiere hacer de las suyas apelando a la violencia y la agresividad más tenebrosas. El mismo Jesús dejó meridianamente claro hacia dónde lleva la senda de la enemistad y la venganza, cuando recriminó a Pedro el hecho de servirse de un arma para defenderle del apresamiento injusto, “guarda tu espada en su vaina, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán.” (Mateo 26:52). Una forma más de decir que la violencia solo engendra más violencia.
CONCLUSIÓN
En una sociedad donde a veces contemplamos anonadados cómo se ejerce la violencia entre congéneres y las gentes que caminan por la calle simplemente se apartan por no meterse en camisas de once varas o recibir ellos mismos un mal golpe, son más necesarios que nunca aquellos que viven la paz en todos sus aspectos. En un mundo en el que los discursos son cada vez más inflamables y tensos, llevando a las masas a perpetrar grandes delitos de sangre, son más urgentes los llamamientos a trabajar por la paz. En un planeta donde cualquier minucia puede ser considerado un motivo legítimo para liarla parda y empezar una guerra interminable, los pacificadores son el dique de contención que nos acerca a la salvaje realidad de una jungla de asfalto y acero. En un panorama internacional incierto y surcado por la propensión al conflicto armado y al intercambio de golpes, los que aman a Dios y aman la paz deben interceder con mayor pasión y ahínco por todos aquellos inocentes o civiles que no logran comprender porqué la muerte y la destrucción se cierne sobre cada uno de ellos.
Como discípulos de Jesús que ansían ser felices transitando por la vida mientras siguen sus pisadas y enseñanzas, hemos de facilitar una triple paz que puede fraguar un presente y un futuro donde coexistir en armonía y comunión fraternal mutua. No olvidemos que ser pacificadores, según las palabras de Jesús, supone ser considerados hijos de Dios. Esto ya nos confirma que el seguidor fiel de Jesús y de su evangelio tiene como identidad irrenunciable ser un pacificador auténtico y perseverante. Ser hijos de Dios, el máximo título que cualquier cristiano pueda recibir, implica ser trabajadores incansables por la paz.
Sigamos rogando al Señor que envíe a sus pacificadores con el mensaje más pacificador que existe, el mensaje del evangelio, el único mensaje que te reconcilia con Dios, que trae paz a tu vida y que contagia esa paz con quienes compartes oxígeno en esta tierra.