DISTINTO EN MI CARÁCTER: UNA CONCIENCIA LIMPIA

DISTINTO EN MI CARÁCTER: UNA CONCIENCIA LIMPIA

 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 5 “DISTINTO EN MI CARÁCTER”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:8

INTRODUCCIÓN

Apenas hace una semana terminé de leer un libro titulado “Purgatorio,” escrito por el periodista Jon Sistiaga. En esta novela se trata de forma dramática el asunto de aquellas heridas que todavía están por cicatrizar en las vidas de muchas personas a causa de la violencia terrorista en el País Vasco. El protagonista de esta historia, Josu Etxebeste, antiguo miembro de la organización ETA, después de veinte años de haber secuestrado y asesinado a un empresario local, decide dar un paso valiente y arriesgado. Su conciencia no ha dejado de morderle cruelmente las entrañas, no le ha dejado vivir en paz todos esos años y cree que es el momento propicio para contar a la hija del empresario asesinado que él fue el que apretó el gatillo. Enredados en esta trama principal, aparece un compañero de filas que ha prosperado como abogado de prestigio, un inspector de policía que torturó al protagonista para que confesase el crimen, un escritor e ideólogo de la banda terrorista, y un antiguo verdugo de esta organización que recibe la orden de silenciar a Josu Etxebeste.

En un momento dado del relato, Josu Etxebeste se hace una pregunta que también comparte con su antiguo camarada de armas y con el policía que lo había torturado: “¿Nunca te has preguntado si lo que hicimos estuvo mal y si todavía estemos a tiempo de repararlo?” Aunque el protagonista afirma en la novela que él no cree en Dios, sin embargo, si entiende que existe algo en su fuero interno que no lo deja descansar ni dormir, una sensación amarga y triste que lo ha acompañado durante todo el camino, un poso de culpabilidad que le corroe el alma. Y es que, más allá de que uno posea fe en Dios o no, lo que está claro es que todos tenemos conciencia, uno de los elementos esenciales que nos convierten en seres humanos, distintos de otras criaturas que pueblan la tierra. Existe una ley interior que, aunque podemos obviar, olvidar o acallar, sigue estando ahí para susurrarnos que lo que hicimos o dijimos no era de buena calidad moral y ética. Etxebeste se confiesa ante la hija de su víctima, dispuesto a afrontar todo cuanto pudiera venírsele encima al reconocer su papel letal en la tragedia que supone un asesinato. Y no sigo para no haceros spoilers.

       Todos, en un momento determinado de nuestras vidas, hemos escuchado la expresión “tener la conciencia tranquila” o “dormir con la conciencia tranquila.” Es como si quisiéramos afirmar que no debemos nada a nadie. Es un modo de consolidar nuestra paz mental, afectiva y espiritual apelando al hecho de que no hemos dañado a nadie, de que no hemos provocado el caos en otras personas. Es una forma de asumir que también estamos en paz con nosotros mismos, que cuidamos de nuestro bienestar, que no maltratamos nuestra mente o nuestro cuerpo. Algunos llaman a esto tener paz interior. Pero, ¿podríamos decir a ciencia cierta, con rotundidad, que tenemos la conciencia limpia, el corazón limpio de polvo y paja? He ahí la cuestión. Puede que no hayamos causado perjuicios a nuestros semejantes a simple vista, y tal vez es así porque no somos capaces de apreciar cómo reaccionan los demás ante nuestras palabras y actos. Puede que nos encontremos en paz con nosotros mismos, que estemos siguiendo un patrón saludable de hábitos, aunque en la intimidad de nuestros pensamientos sepamos que hay varios cabos sueltos que no hemos resuelto en relación a nuestra autoestima o a sentimientos de culpabilidad por cuestiones del pasado. Puede que, en estas áreas, si somos bastante osados, seamos capaces de aseverar que tenemos la conciencia tranquila y limpia. Pero, ¿y en relación a Dios? ¿Tenemos la seguridad absoluta de que tenemos un corazón limpio delante del que esclarece todo cuanto podamos tratar de ocultar en lo más recóndito de nuestro ser?

  1. UNA CONCIENCIA LIMPIA SE ARREPIENTE Y CONFIESA SUS CULPAS

      En la bienaventuranza que nos ha legado Jesús en este evangelio de Mateo, se nos emplaza a ser felices desde una conciencia limpia: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” (v. 8) La auténtica y necesaria satisfacción del alma humana reside, entre otras cosas que hemos ido viendo a lo largo del sermón del monte y que iremos recogiendo, en desarrollar un corazón puro, una conciencia en la cual no aniden los oscuros huéspedes de la culpa y el remordimiento. Jesús es el ejemplo vivo de esta clase de conciencia que nos impulsa a ser felices. En él no había pecado, por cuanto obedeció a su Padre en todo, y demostró con sus palabras y hechos una coherencia ética intachable. Jesús no daba puntada sin hilo. Nunca dijo nada inapropiado desde la óptica divina, aunque escandalizó a muchos. Nunca hizo nada que no derivase de su perspectiva sanadora, redentora y misericordiosa. El autor de Hebreos nos recalca precisamente este perfil de Jesús: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.” (Hebreos 5:7-9)

Con este modelo en mente, nuestra meta y desafío debe ser desear una conciencia limpia. ¿De qué modo podemos despojarnos de la carga que nos abruma y nos sume en un estado de insomnio irresoluble? ¿Cómo logramos estar en paz con los demás, con nosotros mismos y con Dios?

En primer lugar, debemos volcar todas nuestras culpas y pecados en oración contrita delante de Dios. Sin confesión, no podemos esperar ser restaurados. Sin el reconocimiento sincero de las deudas que hemos contraído con nuestros semejantes y con el Señor, no podremos nunca abandonar la prisión de la culpa y los remordimientos. Hemos de acercarnos al trono de la gracia divina para, humillados, rogar a nuestro Padre que nos perdone, que condone nuestras deudas, que nos permita reencauzar nuestra vida para comenzar desde cero, sin miedos ni traumas. Hemos de aproximarnos a aquella persona a la que hicimos daño, a aquel hermano al que herimos innecesariamente, a aquel familiar con el que se enquistaron las discusiones hasta límites insospechados, y pedirles perdón. Solo así podremos desprendernos de la losa de tenebrosa de la culpa para respirar aliviados y ligeros.

Seguro que habéis podido experimentar el gozo y la liberación espiritual más increíbles cuando, al fin, después de mucho tiempo, habéis podido reconciliaros con Dios y con personas a las que amabais, pero con las que os peleasteis una vez. Y así, con el corazón ligero, perdonado, sin la lacra de la culpa, incluso pudisteis recuperar la paz interior que vosotros mismos os habíais negado. Así, alcanzasteis a reconectar con un Padre celestial que no toma en cuenta los pecados del pasado para ofreceros un presente y un futuro nuevos: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” (1 Juan 1:9) No será fácil, tal y como nuestra naturaleza humana suele demostrar en innumerables ocasiones, confesar nuestras culpas ante los demás o ante Dios, pero no existe nada más saludable y satisfactorio que derramar nuestra alma ante Dios y ante nuestro prójimo con humildad y autenticidad.

  1. UNA CONCIENCIA LIMPIA REALIZA PROPÓSITO DE ENMIENDA

En segundo lugar, debemos tratar de restaurar o retribuir de algún modo a aquellos a los que ofendimos. No basta únicamente con una disculpa o entonar un mea culpa de boquilla, para así verificar si seremos aceptados o no en ese perdón que necesitamos. Obras son amores, y no solo buenas razones. Nuestra obligación, si de verdad deseamos tener una conciencia limpia, es arremangarnos y tratar de solucionar, en la medida de lo posible, aquello que emponzoñamos con un comentario fuera de tono, con una acción maliciosa y egoísta, con una actitud muy poco edificante. El propósito de enmienda ha de ser algo real. No hemos de permitir que la culpa se vuelva a instalar como un inquilino permanente en el corazón. El ejemplo de Zaqueo es un modelo a imitar. Cuando recibió la visita de Jesús en su hogar, su primera reacción fue la de devolver todo aquello que había sustraído desde su trabajo de recaudador de impuestos, añadiendo incluso mucho más como compensación por los perjuicios causados. Seguro que esa noche, Zaqueo durmió a pierna suelta.

La manera en la que nosotros enmendamos nuestros yerros del pasado con respecto a Dios es la de ser obedientes a sus mandamientos, es la de imitar el estilo de vida de Jesús y es la de dejarnos moldear y santificar por el Espíritu Santo. Como respuesta lógica a ser aliviados de nuestra pesada carga por medio del perdón de Dios en Cristo, nosotros hemos de vivir de acuerdo con su voluntad, y esto incluye, como dije antes, revisar dónde metimos la pata e intentar resolver, dependiendo de nuestros recursos, cualquier entuerto que pudiésemos causar. El corazón limpio llega a ser una realidad cuando dejamos que el Espíritu Santo nos guíe a reconciliarnos con los demás y con nosotros mismos. Posiblemente habrás escuchado que, quien paga, descansa, y esto es una verdad como un templo. Todo ello requerirá de nosotros un gran esfuerzo y enormes dosis de humildad, pero el resultado será apoteósico y liberador.

  1. UNA CONCIENCIA LIMPIA REFLEXIONA ANTES DE HABLAR Y ACTUAR

Y, en tercer lugar, podemos llegar a disfrutar de una conciencia limpia y tranquila cuando reflexionamos cada día sobre nuestras acciones, palabras y pensamientos sobre la base de las consecuencias que puedan derivarse de estos. Para no incurrir de nuevo en una espiral dolorosa de culpabilidad atenazante, lo más conveniente es meditar seriamente antes de pronunciar algún juicio relativo a alguien o antes de actuar en un sentido u otro que pueda repercutir en nuestros semejantes. A menudo, hablamos o actuamos de forma visceral o irreflexiva, y así es cómo nos va. No damos tiempo a nuestro sentido común, un gran regalo de parte de Dios al ser humano, para que examine pros y contras. Muchas veces yo mismo me he descubierto pensando ya a posteriori en por qué habré dicho determinada cosa a alguien, o por qué razón habré actuado de una forma tan extemporánea ante una persona concreta, y te entra una ansiedad tremenda, porque quieres revertir tu error, y, lamentablemente, el daño ya está hecho. ¡Qué sensación tan desagradable no poder viajar en el tiempo para recalibrar intenciones y hechos que han de socavar la dignidad de otros!

Nunca es tarde para ejercitar nuestra escucha de la conciencia, la cual es una manifestación más de la revelación general de Dios al ser humano. En lugar de apresurarnos a la hora de dar cauce a nuestro criterio personal, vomitando lo primero que se nos viene a la cabeza, haríamos bien en buscar fervientemente adquirir la mente de Cristo. Desde su mentalidad excelsa y perfecta, somos capaces de atisbar y adivinar con idoneidad qué palabras, pensamientos o acciones pueden conducirnos a ser de bendición o de perjuicio para con los demás. Yo siempre tomo como lema de análisis de mis actos y palabras lo que el apóstol Pablo dejó para la posteridad como la estrategia ideal para no meter la pata hasta el corvejón: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.” (Filipenses 4:8)

  1. UNA CONCIENCIA LIMPIA VERÁ A DIOS

En el instante en el que procuramos que nuestra conciencia sea limpia, se abre ante nosotros la gran promesa de ver a Dios. La recompensa más hermosa y gloriosa a la que todo cristiano puede y debe aspirar es contemplar al Señor en su majestad y plenitud. Aunque durante esta vida terrenal adquirimos un cierto conocimiento de quién es Él y de lo que Él está dispuesto a hacer por nosotros a través de su encarnación en Cristo y su guía en el Espíritu Santo, estamos muy lejos de poder conocerle en todo su esplendor y esencia. Ahora vemos pinceladas de quién es Dios, experimentamos su realidad, personalidad y carácter, su operación viva en nosotros mismos, pero un día podremos verle sin el velo de nuestra imperfección actual. Esta es nuestra esperanza: ser capaces de admirar su hermosura y santidad, de reconocer eternamente lo sublime de su amor y justicia, de asombrarnos con su poder y bondad.

¿Quién no anhela ver a Dios? ¿Quién no desea apasionadamente poder habitar junto con la iglesia universal en los cielos y adorar en la presencia extraordinaria del Altísimo? ¿Qué creyente no querrá hacer suyas las palabras del Apocalipsis “y no habrá más maldición, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes”? (Apocalipsis 22:3-4) Degustar este excelentísimo galardón solo brinda felicidad, y esta solo es posible asumirla desde un corazón limpio, una conciencia que se ajusta a la voluntad sabia y soberana de Dios. Nadie mejor que Jesús para prometer al hijo de Dios la visión magnífica del Señor, puesto que, como bien sabemos, en él habitaba la plenitud de la deidad, y sabía de qué estaba hablando. ¡Cuán gozoso será poder ver a Dios con la mirada anonadada de nuestros cuerpos glorificados en las moradas celestiales!

CONCLUSIÓN

Si contamos los beneficios en todas las áreas de nuestra vida cuando hablamos de tener una conciencia tranquila y limpia, no cabe duda de que haremos bien en llevar a la práctica un deseo por confesar nuestras faltas y pecados, por arrepentirnos de estos, por resarcir dentro de nuestras posibilidades al agraviado y por mantener nuestra mente dentro del cauce estipulado por Cristo de reflexionar antes de hablar y actuar. No dejes de preguntarte, tal y como hizo el protagonista de “Purgatorio”: “¿Nunca te has preguntado si lo que hicimos estuvo mal y si todavía estemos a tiempo de repararlo?” Nadie dice que esto será sencillo o que es un proceso fácil. Pero sí podemos afirmar que constituye la senda a un mayor crecimiento espiritual, a un más alto entendimiento de quién es Dios, y a una paz interior inenarrable.

Os exhorto, hermanos y hermanas, a que recordemos las palabras de Hebreos 10:19-22 y las hagamos nuestras desde hoy hasta siempre: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.”

 

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