El testimonio personal del creyente y el ejemplo de vida de la comunidad de fe cristiana son valores insoslayables que pueden determinar el acceso al plan de salvación de aquellos que se encuentran en nuestro medio social y local. Como creyentes tenemos una función primordial que no supone una opción. Se trata de marcar una diferencia en la sociedad en la que vivimos, en la localidad en la que desarrollamos nuestra actividad y en medio de nuestras familias y relaciones interpersonales. Somos llamados por Dios para ser de influencia a los demás. De manera consciente o inconsciente todos aquellos que hemos decidido seguir los pasos de Cristo logramos afectar a las personas de nuestro alrededor, tanto para bien como para mal. Dependiendo de nuestro estilo de vida individual y comunitario, reflejaremos negativa o positivamente ante el mundo nuestra verdadera lealtad y fidelidad.
La realidad de la iglesia es la siguiente: vivimos, estamos y nos movemos en este mundo. No vivimos en un universo paralelo indiferente a lo que sucede a nuestro alrededor, no estamos aislados cerrando nuestra mirada a la dinámica social que nos circunda, y no nos movemos con el legalismo propio de los fariseos que no querían mezclarse con otros estratos marginales por miedo a impregnarse de la impureza ritual. Somos un pueblo de personas que asumen su responsabilidad para con el mundo en el que vivimos y así lo entendemos al escuchar las palabras de Jesús: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como yo tampoco soy del mundo… Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.” (Juan 17:15-16, 18). Nuestra misión debe ser la de administrar correcta y sabiamente nuestra influencia en el lugar en que nos toca vivir, trabajar y entablar relaciones con nuestro vecindario, amistades y familia.
Por supuesto, quisiéramos vivir fuera de un mundo cuyo presupuesto central es la corrupción y la oscuridad. Jesús ya nos advirtió del carácter del mundo en el que hemos de desarrollar nuestro testimonio cristiano: un carácter cruel, despiadado y opuesto frontalmente con el Reino de Dios y su evangelio de salvación. La cosa no va precisamente a mejor. La tendencia del sistema social, moral e ideológico es la de una espiral descendente a los abismos: “Mas los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados.” (2 Timoteo 3:13). Tal vez se progrese en numerosos campos de la ciencia, de la tecnología, del conocimiento y de los derechos humanos, pero no obstante, continúa la misma tendencia pecaminosa del ser humano. Se sigue apostando por una moral progresivamente degenerada y depauperada, no se halla paz para el corazón y el sentido de propósito y significado ha desaparecido del alma humana sin dejar rastro. Nuevas formas de corrupción y de destrucción son ideadas por mentes enfermizas a pesar del supuesto progreso o de la presunta evolución positiva de la
humanidad. No nos llamemos a engaño: el mundo en el que vivimos está profundamente enfermo, infectado con el virus letal del pecado, virus incurable mientras el mundo siga odiando o mostrándose indiferente ante Dios. Las personas, en su amplia mayoría, solo desean refocilarse en su decadencia y en su egoísta forma de hacer las cosas, y Dios y su justicia son relegados al olvido y el desprecio. Y ahí es donde entramos nosotros y la mayordomía que ejerzamos sobre nuestro testimonio cristiano.
A. MAYORDOMÍA SENSATA DE NUESTRA IDENTIDAD CRISTIANA
“Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.” (v. 13 a, 14)
¿Qué papel cumplimos en un mundo repleto de tanto dolor, pecado y maldad? En primer lugar, decir que nuestra actitud para con el mundo ha de ser la de no aceptar ni el egocentrismo, ni las soluciones fáciles, ni la inmoralidad, ni la amoralidad ni el materialismo que éste nos ofrece como individuos y como comunidad de fe. ¿Qué sucede, por desgracia, en nuestros círculos eclesiales evangélicos? Pues que la iglesia está siendo más influenciada por el mundo, que el mundo por la iglesia. Cuando el mundo penetra poco a poco en la dinámica de la iglesia, Satanás ya ha logrado su victoria. Cuando la incoherencia en el testimonio personal, la insolidaridad para con el hermano, la falsedad doctrinal y la abulia espiritual se instalan en la comunidad cristiana, se están poniendo los cimientos de
su ruina.
Pero, ¿qué sucedería si escuchásemos con atención las palabras de Jesús de ser sal y luz de la tierra? ¿Qué pasaría si la iglesia de Cristo reuniese todos los granos de sal y todos los rayos de luz individuales de cada creyente? No cabe duda de que el panorama sería muy distinto. Jesús apunta con su dedo a cada uno de nosotros como discípulos suyos y nos dice: “Vosotros”. No el vecino, ni los organismos paraeclesiales o las agencias de evangelismo a nivel nacional e internacional. Nosotros. La iglesia de Cristo unida para ser sal y luz en medio de nuestro contexto
local. Además Jesús nos dice que somos sal y luz. No que podremos serlo si queremos o nos apetece, o tenemos tiempo libre para serlo. Somos sal y luz en virtud de la habitación del Espíritu Santo en nuestras vidas. Es una cuestión de identidad más que de acciones u obras. La fuente de esa sal y luz que somos y encarnamos en nuestro día a día es Cristo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12); “Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz.” (Salmos 36:9). Y en función de este seguimiento de Cristo y de esa vida que reluce en nosotros, debemos comportarnos tanto con los de adentro como con los de afuera como es digno de nuestra identidad: “Porque en otro tiempo erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz (porque el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad), comprobando lo que es agradable al Señor. Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas.” (Efesios 5:8-11).
¿Qué implica ser la sal de la tierra? Implica sobre todo preservación. Del mismo modo que se trataban con salazones determinados productos alimentarios de la época de Jesús, del mismo modo la sal retarda la corrupción de la sociedad en la que estamos enclavados. Se trata de una influencia indirecta que se corresponde con nuestros actos, con nuestro estilo de vida piadoso y recto, con nuestra manera de caminar por la vida y con nuestro modo de relacionarnos con los demás. Es un testimonio silencioso que retarda el esperpento y la depravación moral y espiritual que los que el mundo se siente orgulloso. Con nuestras actitudes y acciones, atemperadas y guiadas por el Espíritu Santo, podemos llegar a influir en nuestro alrededor de tal manera que la degeneración existente no se acelere hacia su catastrófica y miserable consumación. La sal es capaz de preservar de la corrupción, pero sin embargo, no puede cambiar lo corrupto por algo incorrupto. Por tanto, cada uno de nuestros gestos de testimonio vital permitirá que el mundo no se lance desbocado a la perdición con demasiada velocidad.
¿Qué suscita el ser la luz de la tierra? Ser luz sugiere otra forma de dar testimonio, más abierta, más verbal, más reveladora. Se trata de comunicar directamente, a través de la enseñanza y de la predicación, la verdad de Dios para la humanidad. Es influenciar a todos los que conocemos en torno nuestro revelando la verdad del evangelio, la verdad de la naturaleza humana y la verdad del destino que aguarda a aquellos que persisten en su postura anti-teísta. Con nuestras palabras somos capaces de dejar al descubierto el error, la maldad y la falsedad de los postulados mundanales. Y además, a diferencia de la sal, podemos marcar una gran diferencia en la vida de aquellos que nos escuchen, puesto que ser luz implica ayudar a producir lo justo y lo verdadero en sus corazones con la ayuda del Espíritu Santo. La luz es el Verbo, la Palabra de Dios que nos ha sido dada para alumbrar al mundo. Y no es lo mismo tener la luz, que ser la luz, puesto que podemos conocer las Escrituras y no vivirlas. Es preciso que nuestras palabras encuentren la coherencia con nuestro testimonio de vida, porque si no es así, seguiremos sumidos en las lúgubres tinieblas de la hipocresía: “Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad.” (1 Juan 1:6).
Además, un cristiano no puede ser un cristiano clandestino o secreto, dado que la visibilidad es lo que verdaderamente da sentido a la naturaleza y esencia de la luz. Pasar desapercibidos no es propio de un cristiano; influenciar a otros con nuestra predicación del evangelio sí es la verdadera señal de un auténtico discípulo de Cristo.
B. MAYORDOMÍA INSENSATA DE NUESTRA IDENTIDAD CRISTIANA
“Pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres… Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.” (vv. 13b, 15)
¿Qué sucede si ni la sal ni la luz cumplen su objetivo y propósito? ¿Qué pasa si en vez de salar y alumbrar, renunciamos a nuestra identidad en detrimento de la misión que Dios nos ha encomendado como hijos suyos? En el caso de la sal, si ésta perdía su sabor a causa de la contaminación con minerales como el yeso, era echada inmediatamente en el camino o en la senda por la que los viandantes y carros pasaban. La sal inservible e inútil perdía su valor y efectividad, del mismo modo que el cristiano puede llegar a perder poder e influencia sobre los que le acompañan en la dinámica cotidiana cuando la mundanalidad y el pecado contaminan su devoción hacia Dios. Cuando el mundo entorpece, mengua, e incluso sustituye la pasión que el creyente debe demostrar a la hora de testificar de hecho y palabra, el mal está hecho, porque arrebata a la sal las propiedades que la hacen útil y valiosa. No podemos ser instrumentos en las manos de Dios para retardar la corrupción que carcome esta sociedad si nuestras vidas han sido corrompidas por el pecado.
Del mismo modo, nuestra luz se torna en inútil cuando por miedo a ofender a los demás, por vergüenza de qué dirán, por indiferencia o por falta de amor, decidimos ocultarla de los demás. Si incurrimos en esta traición a la causa y misión de Cristo y de su evangelio, estaremos convirtiéndonos ante Dios en siervos infieles y desleales. Poseemos la Biblia como nuestra regla de fe y conducta, la luz de su consejo y el resplandor de su mensaje, y sin embargo, ¿por qué la ocultamos temerosos ante aquellos a los que amamos y que están abocados a la perdición eterna porque no han visto ni oído de nuestra fe? De igual manera que es absurdo y una idiotez sublime esconder una luz bajo un almud o bajo una cama, ocultar la verdad de Dios es un ejercicio estéril e insensato, puesto que el Señor un día demandará cuentas de nuestra mayordomía de la Palabra de Dios y de nuestro testimonio de vida.
CONCLUSIÓN
EL PROPÓSITO DE LA MAYORDOMÍA DEL TESTIMONIO: QUE EL MUNDO GLORIFIQUE A DIOS
“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (v. 16)
Si la luz que desprendemos a través de nuestro testimonio personal de vida y de nuestra proclamación del evangelio de salvación y de perdón de los pecados llega a alumbrar el corazón de aquellos que consideramos cercanos a nosotros, estaremos agradando al Señor y estaremos propiciando un encuentro con Dios con aquellos que nos observan y escuchan. Ante la sociedad, la luz que debe transmitir la iglesia de Cristo debe desvelar los frutos abundantes y hermosos que el Espíritu Santo derrama en ella para beneficio de la comunidad vecinal y local. Porque lo cierto es que cuando las personas que no conocen de Cristo ven las buenas obras en las que se ocupa la comunidad de fe, están viendo a Cristo a través nuestro y consiguen atisbar algo del poder y de la gracia que Dios está dispuesto a dispensarles. Para que esto sea una realidad, debemos dejar que el Señor haga su voluntad y despliegue su plan de redención por medio de nosotros.
Nuestra decisión, por tanto, debe ser la de esconder la luz mientras perdemos el sabor salado de nuestro testimonio, o la de dejar brillar la luz de Cristo y seguir luchando para preservar de la corrupción la sociedad en la que vivimos. Según cual sea el sentido de nuestra elección, así nos juzgará también el Señor cuando rindamos cuentas de la mayordomía que hicimos de nuestro testimonio y de su testimonio.