TEXTO BÍBLICO: HECHOS 2:12-19
INTRODUCCIÓN
Como cada mañana, los fuertes brazos de sus familiares lo levantaban en volandas camino del Templo. Era consciente de que esta era la única manera de contribuir en algo al sostenimiento y mantenimiento de toda la familia. No quería ser considerado un estorbo, un paria que solo acarrease problemas e incomodidades a su casa. Desde que tenía memoria, siempre había sido consciente de sus limitaciones y de su terrible enfermedad. Mientras otros padres veían gatear y luego corretear a sus hijos, los suyos se entristecieron al ver que nada podía hacerse con sus piernas lisiadas. La fuerza le había sido arrebatada desde su nacimiento, y con el tiempo había asumido que esta era la realidad a la que Dios lo había llamado, a vivir toda su vida postrado en un camastro y siendo auxiliado por sus seres queridos.
Con delicadeza y gentileza, sus familiares lo depositaron en la puerta del Templo, la cual paradójica e irónicamente se llamaba Hermosa, ya que él no era precisamente un ejemplo de la belleza y de alguien al que admirar. Aunque no podía participar de las actividades religiosas que en el templo se llevaban a cabo, se conformaba resignadamente con esperar que la generosidad y compasión de aquellos que acudían a las oraciones se transformase en algunas monedas con las que socorrer a su familia. Siempre había sentido la mirada taladradora de quienes entraban por la puerta: una mezcla de juicio, pena y lástima que se atisbaba tras el breve vistazo a sus inmóviles piernas. Daba gracias a Dios por poder al menos sacar un dinerito con el que calmar su conciencia y con el que bendecir de algún modo a los suyos cada día.
El día transcurrió como cualquier otro, solicitando la misericordia y la piedad de aquellos que pasaban junto a él en las escalinatas. Pero este no iba a ser un día más. A su lado, pasaron dos personas a las que no conocía de nada, a las cuales pidió una limosna. A diferencia de otros, éstos se detuvieron como si de pronto se hubiesen dado cuenta de algo importante. Sus miradas eran distintas a las miles que había contemplado anteriormente. Había algo diferente en sus ademanes y en sus palabras, sobre todo en las del más mayor, las cuales eran tajantes pero no amenazadoras. “Míranos”, me dijo. Ante esta orden, mantuve mi mirada y mi mano extendida para recibir quizás algo más de lo que solía recibir. El más mayor de estos desconocidos pronunció unas palabras que me dejaron estupefacto: “No tengo plata ni oro, pero te daré lo que poseo: en nombre de Jesús de Nazaret, comienza a andar” (v. 6)
Ante mi expresión vacilante, tomó mi mano extendida todavía esperando la limosna, e hizo un esfuerzo por incorporarme sobre mis piernas. ¡Pero qué clase de locura era esta! ¿Acaso no veía con sus propios ojos cual era mi estado de postración? Su brazo dio un buen tirón, como si quisiese sacar una red repleta de peces del mar, y en ese preciso instante pude sentir como una fuerza inusitada se apoderaba de mis tobillos, de mis rodillas y de mis pies, ¡y pude ponerme de pie derecho de un salto que hasta a mí me sorprendió haber podido dar! Paso a paso, mis piernas me obedecían y renovadas sensaciones surcaban cada nervio y cada músculo de mis antaño piernas inservibles. Una emoción inmensa recorrió mi ser de arriba abajo, y en ese preciso instante supe que solo quería hacer una cosa, adorar a Dios. Ya iría después a casa a dar las buenas noticias de este milagro; ahora un único deseo ardía en mi pecho: poder entrar en el Templo tras años y años de permanecer a sus puertas. Sus sanadores comenzaron a entrar en él, y decidí acompañarles, agradeciéndoles esta maravillosa curación, la cual había cambiado por completo toda mi vida. Cuando hice acto de presencia en el Templo, brincando como nunca había podido hacer, cientos de rostros se volvieron asombrados para observar la realidad de un hecho portentoso e inimaginable: que un inválido de nacimiento pudiese caminar y hacer cabriolas como un niño al que se le regala lo que siempre había anhelado. Lleno de reconocimiento y gratitud hacia estos hombres que me habían sanado, me pegué a ellos como una lapa hasta el pórtico de Salomón, ya que en ellos hallaba paz, amor y poder de Dios. Un enjambre de personas nos rodeó para verificar si yo era aquel que limosneaba en la Hermosa desde siempre.
A. LOS MILAGROS SON HECHOS EN EL NOMBRE DE CRISTO
Pedro, viéndose acosado por tan gran número de personas, las cuales no cesaban de preguntar cómo habían hecho esto y de curiosear sobre un acontecimiento tan inverosímil desde los tiempos en los que Jesús, el maestro de Nazaret, realizaba prodigios y señales maravillosas, se da cuenta de que este es precisamente el momento de dar testimonio a todos los asistentes de la verdadera autoría de este hecho milagroso. Con voz fuerte y clara, el apóstol desea aclarar una cosa fundamental: este milagro no ha sido cosa de seres humanos, sino que ha sido el poder de Dios en el nombre de Cristo el que ha fortalecido y vigorizado las extremidades de este mendigo. Pedro no se vanagloria de esta sanidad increíble. No ha sido su habilidad o su capacidad mágica la que ha reconectado nervios y ligamentos. No ha sido su espiritualidad o su santidad la que ha propiciado que tendones antes anquilosados y atrofiados hayan respondido funcionalmente como era debido.
En los últimos tiempos, muchos pretendidos ungidos del Señor prometen a todo el mundo que pueden recibir de Dios su milagro personalizado. Apelan a la desesperación de tanta gente que tiene necesidades de todo tipo para que con su fe en forma de ofrendas llene los bolsillos podridos de estos autoproclamados apóstoles. No dudan en asegurar a aquellos incautos que entran al trapo de estos engaños que sus oraciones son plegarias tan llenas de la unción y del poder de Dios que cualquier cosa que pudiesen solicitar como motivo de oración les será concedida. Cientos de supuestos “siervos de Dios” realizan campañas y cultos de sanidades enorgulleciéndose de sus falsos dones de curación, induciendo a personas con enfermedades realmente graves (cáncer, SIDA, etc.) a lanzarse en brazos de una falsa esperanza. Por descontado, estos no son verdaderos hijos de Dios como Pedro o Juan, los cuales remiten el mérito de la sanidad a Cristo y no a ellos mismos.
Dios es soberano para manifestar su poder allí donde Él estima conveniente y adecuado. Las oraciones eficaces de la comunidad de fe pueden mucho, esto es, aquellas oraciones que se someten a la voluntad sabia de Dios. La sanidad no surge de manera caprichosa, interesada o como producto de una medida concreta de fe. Esta es precisamente el arma más deleznable y repugnante de los vendedores de milagros de hoy: si eres curado, es porque tienes fe; si aún sigues teniendo la enfermedad, es porque te falta fe. ¿Acaso aparece algo de esto en las palabras de Pedro o en la actitud de expectación del lisiado? Por supuesto que no. Dios dispensa sus milagros según el misterio de su soberana voluntad, y por ello, solo nos queda que agradecer a nuestro Padre que está en los cielos, que se haya apiadado de nosotros en un momento dado de nuestras vidas en las que estábamos en una situación desesperada y agónica.
B. LOS MILAGROS SIRVEN AL PROPÓSITO DEL EVANGELIO
Tal y como vemos en el discurso de Pedro, el milagro, aparte de beneficiar al sanado, sirve al propósito de comunicar al mundo asombrado el evangelio de salvación. A raíz de la reunión de los curiosos, Pedro decide hablar de Jesús, enviado por Dios y profetizado por los patriarcas del Antiguo Testamento. Recuerda a sus oyentes la grandísima injusticia que contra él se cometió en presencia de Pilatos, el cual, estando a punto de liberarlo, se encontró con el clamor popular que pedía la crucifixión del inocente Hijo de Dios y la liberación de Barrabás, un terrorista con las manos manchadas de sangre. La cruz fue su destino cruel, aunque a los tres días resucitó al autor de la vida, momento que, tanto Pedro como Juan, en su carrera hasta el sepulcro, habían podido constatar con la piedra de la entrada removida de su lugar y los lienzos mortuorios doblados sobre el lugar donde el cuerpo de Jesús había sido depositado.
Antes de que la gente se disperse, Pedro es lo suficientemente hábil para volver a poner ante ellos al mendigo restablecido. La fe en Jesús es la que ha propiciado el milagro. La salud ha retornado a las piernas antes rotas e inútiles por la gracia y misericordia de Cristo. El apóstol vuelve a retomar su discurso para no inculpar a su audiencia, justificando la muerte oprobiosa de Cristo sobre dos hechos: la ignorancia de quién era Jesús y el plan preestablecido de Dios que demandaba que Jesús tuviese que pasar por todas estas vicisitudes y sufrimientos en orden a salvar a la humanidad. El milagro de sanidad que todos estaban contemplando aún atónitos, servía sin duda alguna, al propósito de comunicar que Jesús vino al mundo para amarlo de tal manera que todo aquel que en él creyese, no se perdiese, sino que alcanzase la vida eterna.
C. NO HAY MAYOR MILAGRO QUE LA CONVERSIÓN
El milagro del que todos habían sido testigos había sido impresionante. Devolver la fuerza a unas piernas que antes no podían sostener el cuerpo de una persona era a todas luces un prodigio descomunal. Sin embargo, Pedro entiende que esto no es nada en comparación con el mayor milagro que pueda ser hecho sobre la faz de la tierra: que un ser humano pudiese ser convencido de su pecado por el Espíritu Santo, se arrepintiese de su vana manera de vivir, confesase su necesidad de creer en Cristo como su Señor y Salvador, y abrir su alma a la habitación del Espíritu de vida para caminar cada día según el ejemplo de Cristo. Esto sí es un milagro bestial, estratosférico y excepcional. Pedro se dirige a su auditorio para exhortarles a que se convirtiesen y volviesen a Dios para que sus pecados fuesen completamente borrados.
Esta es la lástima en muchas de las iglesias evangélicas de hoy día: se predica más cómo lograr un milagro, que en anunciar el evangelio de salvación que transforma todo el ser y que renueva la vida definitivamente. El Señor hace maravillas como respuesta a nuestras oraciones, pero no nos dejemos cegar por el brillo de lo impresionante y lo espectacular, olvidando que nuestra tarea era la misma que la de Pedro y la de Juan: dar lo que tenemos, a Cristo para redención y perdón de los pecados de una humanidad que sufre más por causa de la enfermedad mortal del pecado, que por aquellos males que solo afectan al cuerpo.
Cuando el milagro aparezca, no dejes que tu mirada se nuble enorgulleciéndote de tu fe y tus oraciones, sino aprende que todo lo que Dios hace sirve al único y permanente propósito de que el evangelio transforme las vidas de quienes se acercan a nosotros por causa de ese milagro.