ESPERANZA RENOVADA

ESPERANZA RENOVADA

 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA ESPERANZA “DEJANDO ENTRAR A LA ESPERANZA”

TEXTO BÍBLICO: JUAN 18:15-18; 25-27; 21:15-19

La profecía que Jesús pronunció sobre mi muerte está presta a cumplirse. La frialdad del suelo de una celda me recuerda minuto tras minuto que el final de mi vida sobre la faz de la tierra se acerca impasible, imparable. Los recuerdos se amontonan en mi mente mientras murmuro una oración pidiéndole a Dios que todo acabe lo más rápidamente posible. Puedo tocar la gloria casi con la punta de mis dedos, pero todavía quedan algunos instantes en los que reflexionar y meditar sobre lo que ha sido mi vida antes y después de haber conocido a Jesús de Nazaret, mi amigo, mi maestro y mi Señor. Si tuviera que escoger una historia que, aquí en este infecto calabozo donde las ratas pululan a mi alrededor y donde los alaridos de los demás presos surcan los cavernosos pasadizos pidiendo piedad, pudiese darme esperanza ante la muerte que ya me acecha cercana, sin duda elegiría mi hora más oscura. Lo haría, porque contra todo pronóstico, un futuro luminoso y maravilloso cambiaría mis tinieblas en una luz fulgurante y liberadora. Este momento, del que mi memoria nunca se olvidará, fue el de la negación de Jesús. Ahora sé que fue un acto vil y cobarde que quizás me salvó la vida en ese instante, pero que hasta mi nuevo encuentro con Jesús resucitado fue un lastre pesado que remordía mi conciencia día y noche.

Solo habían pasado unas horas desde que huimos despavoridos del huerto de Getsemaní dejando atrás a nuestro maestro. La compañía de soldados, junto con el tribuno y algunos guardias judíos, maniataron a Jesús, y nada pudimos hacer ya por él. Todavía con la sangre de Malco en mis manos, con los ojos arrasados en un llanto de indignación y miedo a partes iguales, corría veloz por entre los olivos en busca de un lugar en el que no ser identificado como seguidor de Jesús. En el camino hacia Jerusalén me topé con otro discípulo del Señor y decidimos ver qué iba a suceder ahora con Jesús. Nos enteramos, preguntando aquí y allá, cubiertas las cabezas para no ser reconocidos, de que a Jesús lo habían trasladado a la casa de Anás, suegro del por aquel entonces sumo sacerdote Caifás. En cuanto vimos la comitiva que conducía a Jesús ante el sumo sacerdote, nos unimos a la muchedumbre que curiosa iba creciendo con cada paso que se daba. Gracias a que mi compañero tenía contactos con la casa del sumo sacerdote, y conocía a la portera, pudo entrar para ver más de cerca la escena del juicio que en contra de Jesús se iba a celebrar. Algo dentro de mí me impidió en un primer instante entrar en el patio donde Jesús era preparado para dar cuenta de su defensa ante el Sanedrín. No sé si fue miedo, vergüenza o tristeza al ver el rostro decidido y resuelto de nuestro maestro. Lo cierto es que mi consiervo tuvo que volver a tironear de mí para entrar en el patio y contemplar el tenebroso aspecto de la injusticia y la mentira. La portera, antes de dejarme pasar me echó un vistazo de arriba abajo, y con un huesudo dedo acusador me espetó: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?” Estaba atrapado entre mi lealtad a Jesús y mi supervivencia, así que impulsivamente contesté con aspereza a la criada: “No lo soy”. Sin decir nada más, me zafé de su intento de agarrarme y me introduje en la casa del sumo sacerdote. La noche era gélida, y los soldados comenzaron a apilar leña en uno de los rincones del patio para encender un buen fuego que desentumecer los miembros que se iban enfriando mientras las gentes se arremolinaban alrededor de Jesús y los guardias que lo custodiaban. Me acerqué disimuladamente a esa fogata para yo también ir observando el desarrollo de los acontecimientos, y ahí de pie no podía dejar de pensar en el berenjenal en el que me estaba metiendo si cualquier soldado reconocía mi acento galileo o mi rostro, bastante conocido por muchos de los que asistían a los discursos de Jesús en el Templo durante los días de la pascua.

La función estaba a punto de comenzar. Pero antes de que Anás comenzase a increpar e interrogar a Jesús, uno de los guardias, de un breve vistazo pareció haber descubierto algo en mí que me relacionaba con Jesús. Después de observarme un buen rato, me acusó de ser uno de los seguidores del maestro de Nazaret: “¿No eres tú de sus discípulos?” Para sacudirme cualquier suspicacia en mi contra, contesté inmediata y enfáticamente que no, que no era uno de ellos. Mi insistencia en remachar mi nula implicación en la comunidad de Jesús pareció dejarle satisfecho hasta cierto punto. El esperpéntico primer juicio contra Jesús fue una pantomima repugnante y deleznable. Desde el principio, el sumo sacerdote emérito Anás, hostigaba a Jesús inquiriendo sobre dónde estaban sus seguidores en ese momento y qué enseñanzas iba diseminando entre los habitantes de Jerusalén. Jesús replicó con absoluta entereza que su ministerio siempre fue un libro abierto en el que nada había oculto, y que sus palabras y predicación eran de dominio público. En una mezcla de atrevimiento y sarcasmo, Jesús empleó una de sus técnicas favoritas para derribar cualquier zancadilla que se le pudiese poner, y apeló a que el mismo sumo sacerdote preguntase a aquellos que le habían escuchado. Esta osadía de Jesús fue contestada con un brutal manotazo de uno de los alguaciles, que hizo que de la comisura de sus labios brotase un hilillo de sangre, y con un rugido que le afeaba su contestación: “¿Así respondes al sumo sacerdote?” Jesús, con la parsimonia de aquellos que tienen la verdad de su parte, volvió su tumefacto rostro para decir con tono tranquilo y sosegado: “Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” Desconcertado por la respuesta, el alguacil no tuvo más remedio que deponer de su agresiva actitud y volver con sus compañeros avergonzado por su irreflexiva acción. Anás, al ver que nada habría de sacar de Jesús, decidió que era el turno de que su yerno Caifás ajustase a este blasfemo las cuentas como merecía.

Justo cuando los preparativos del traslado de Jesús ante Caifás se estaban llevando a cabo, un criado del sumo sacerdote, y según me enteré más tarde, primo de Malco, al que corté una oreja en Getsemaní, me abordó para sonsacarme mi verdadera identidad: “¿No te vi yo en el huerto con él?” Trastabillando por el sorpresivo comentario, solo acerté a negar con la cabeza y me aparté del fuego, no fuese me descubriesen definitivamente. Saliendo ya del patio para mezclarme entre la multitud que esperaba ver a Jesús encadenado y apresado, un sonido entre los miles que en ese momento llenaban la noche me estremeció sobremanera. El canto de un gallo despertó mi conciencia y avivó mi memoria, la cual me retrotrajo al profético aviso que Jesús me dejó en el aposento en el que solo unas horas antes estábamos celebrando la pascua. El anuncio del alba para mí fue el terrible recordatorio de mi traición y deslealtad para con Jesús, y la muerte de cualquier esperanza en mi vida. Ahora que estoy encerrado a cal y canto en esta putrefacta celda puedo ver lo débil y lo cobarde, lo incrédulo y lo limitado de miras que fui justo cuando más debía demostrar mi fe y mi fidelidad a Jesús.

Todos conocemos el final de la historia con Jesús siendo injusta y cruelmente clavado en la cruz del Calvario, con su sepultura y con un puñado de discípulos encerrados en una casa a la espera de que la amenaza de nuestro prendimiento y castigo pasaran y así volver a nuestra tierra y continuar con una vida que creímos extirpada de nuestros sueños. En mi corazón no solo había miedo y temor a ser atrapados por las autoridades religiosas. En él albergaba la huella indeleble de la alevosía y la sedición. La culpa corroía mi interior y no había nada que pudiese erradicarla de mi alma. Siempre me perseguiría la mirada de un Jesús que se clavó en lo más profundo de mi espíritu al salir del patio de Anás camino a la casa de Caifás. Esa mirada sin reproches, ni acusaciones, ni juicio, pero triste y cansada, atravesó todo mi ser logrando desesperarme y llorar hasta la extenuación. Sin embargo, tres días después de la ejecución de Jesús y posterior sepelio, algo sucedió que me estremeció hasta los cimientos del alma. Algo inaudito e increíble había ocurrido que nadie de nosotros podíamos creer, pero que sin duda alguna queríamos creer. En cuanto las mujeres nos dijeron que nuestro amado maestro había resucitado, aquella esperanza que había muerto en el preciso instante de mi traición, volvió a renacer con cada zancada que daba por la senda que me llevaba a su tumba abierta. Lo que vieron mis ojos, la puerta de piedra removida, los lienzos y el sudario doblados y el sepulcro vacío, no hicieron más que incrementar mi esperanza. Pero fue cuando Jesús, unos días después se presentó como por arte de birlibirloque en medio nuestro con su cuerpo glorificado. Después de vacilar y dudar, entre el temor y la alegría más incontenible, pude abrazar a mi Jesús, mi Señor, mi maestro. Mi esperanza parecía que por fin desterraba mis dudas y vacilaciones, y sin embargo, algo seguía impidiéndome disfrutar plenamente de mi encuentro con Jesús resucitado.

En varias ocasiones más volvimos a contemplar el milagro de la resurrección de Jesús, pero la ocasión en la que mi esperanza se consumó definitivamente y mi sentido de culpabilidad se esfumó para gozar completamente de la compañía de Jesús hasta el día de hoy, fue cuando me tomó aparte para hablar conmigo mientras caminábamos por la playa del mar de Tiberias. Las olas chocaban contra nuestros pies descalzos y la brisa marina movía nuestro cabello a su antojo. Yo esperaba una reprimenda, una reconvención por causa de mi traición. Me lo merecía, de eso estaba seguro. Detrás de mi ruda e impetuosa imagen que anunciaba a todos que nada podía afectarme, había una necesidad de saberme amado y perdonado por Jesús. Mi esperanza radicaba precisamente en el hecho de recibir una amonestación y un ejemplo más de su gracia y misericordia perdonadora. Por todo esto, expresé mi extrañeza ante las preguntas que Jesús me dirigió en tres ocasiones. “¿Me amas más que éstos?”, me preguntó, mirando al resto de discípulos. Aquí vi la posibilidad de redimirme por mis errores del pasado: “Sí, Señor; tú sabes que te amo.” Jesús podía leer mi corazón a la perfección, y sabía que lo amaba entrañablemente; por eso quise unir mis sentimientos a mi voz. Ante mis palabras de confesión, Jesús me encomendó que apacentase a sus corderos, a todos cuantos creyesen en él por causa de la predicación de su evangelio. Lo que no esperaba era que volviera a insistir con una nueva pregunta: “¿Me amas?” Mi contestación fue exactamente la misma que la de hacía unos minutos. Su respuesta fue similar a la anterior: “Pastorea mis ovejas.” Y lo que me dejó pasmado y desconcertado es que de nuevo insistiese en la misma pregunta: “¿Me amas?”. Entonces comprendí lo que Jesús quería hacer conmigo. En ese instante, al contar sus preguntas pude contar también mis negaciones. Si en tres ocasiones me avergoncé de él, en tres ocasiones había de profesar de viva voz mi adhesión y lealtad a él y a su misión: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.” De nuevo un mandato que fui comprendiendo con el paso de los años hasta hoy: “Apacienta mis ovejas.”

Nunca he olvidado su terapia de amor y esperanza. Sabía que mi esperanza todavía no podía adquirir su verdadero y pleno propósito en mi vida y en el ministerio apostólico que tenía por delante si primeramente mi corazón no era sanado por el perdón y la confesión. Ahora que peino canas y que las arrugas surcan mi atezado rostro, ahora que mis articulaciones crujen con la artrosis y que mis fuerzas flaquean, ha llegado mi cita con Cristo. Jesús me está esperando y yo sigo esperando en él aun sabiendo que mi destino es una muerte horrible. Mi vida fue una vida de esperanza contra esperanza y ahora mi martirio de amor y fidelidad servirá para glorificarle a él sobre todas las cosas.

 

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