SERIE DE ESTUDIOS SOBRE 1 TIMOTEO “SOMOS IGLESIA”
TEXTO BÍBLICO: 1 TIMOTEO 1:12-17
INTRODUCCIÓN
Si estudiamos concienzudamente la teología paulina, uno de los temas más importantes y en el que incide con mayor frecuencia, es el concepto de la gracia de Dios. Si a esa gracia divina le añadimos el testimonio personal del apóstol, y valoramos su llamamiento apostólico, nos encontraremos enfrente de nuestra propia historia en términos generales. Con los lógicos matices que acompañan a cada historia personal cuando cada uno de nosotros hemos experimentado particularmente un encuentro crucial con Jesucristo, lo cierto es que, salvando la especial misión a la que fue llamado Pablo, todos nosotros, como miembros de la iglesia de Cristo, hemos de vernos reflejados en las siguientes palabras que Pablo dedica a su hijo espiritual Timoteo. Tras una descripción del encargo hecho a su consiervo más joven, y después de delimitar el campo de acción sobre el que debe imponer su autoridad, esto es, sobre los falsos maestros que enseñan un evangelio distinto al original, Pablo desea recordar a Timoteo que el evangelio solamente es confiado a los elegidos por el Señor, no en dependencia de conocimientos de alto nivel intelectual, o de capacidades retóricas deslumbrantes, sino en relación a la humildad y el sometimiento pleno a Cristo.
- EL EVANGELIO DE GRACIA EN ACCIÓN
La gratitud siempre forma parte de la alabanza y el reconocimiento que Pablo dirige a Cristo, y ésta es siempre constante y humilde: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad.” (vv. 12-13) La gracia de Dios, esto es, el don inmerecido de la salvación, es el motivo por el que el corazón de Pablo se llena de adoración y acción de gracias hacia Cristo. Reconoce que solo Cristo ha sido capaz de capacitarlo y autorizarlo para servir a Dios en la predicación del evangelio. No aporta nombres de maestros, de profesores de teología, ni diplomas o certificados que prueben su valía, esfuerzo y tesón por comprender las buenas nuevas de salvación de Cristo. La única fuente de su empoderamiento ministerial es Cristo, y las fuerzas necesarias para llevar adelante su labor misionera solo se las ha otorgado el Señor. El Cristo, el Mesías prometido y esperado por Israel para instaurar un nuevo reino eterno; Jesús, Emmanuel, Dios con nosotros, encarnado para mostrar el camino a la vida eterna en ejemplo y palabra; el Señor, el Kyrios, soberano sobre todos aquellos que entregan su vida a su servicio y obediencia, es aquel que procura en Pablo, y en todos los creyentes de todas las edades, el entrenamiento y la autoridad necesarios para trabajar en la mies de Dios. Al emplear la palabra “nuestro,” Pablo asimila junto a sí a Timoteo, con el fin de que todos comprendan que ha sido encomendado por el mismo Cristo.
La gracia de Cristo no solo se limita a capacitar a Pablo para la labor misionera, sino que además deposita su confianza en él, y lo considera fiel y leal al evangelio. Esta confianza no surge de Cristo como respuesta a algo que hiciese Pablo en particular, o como resultado de un merecimiento personal. Es un reconocimiento a pesar de las circunstancias y del pasado de Pablo. Cristo no elige a sus discípulos porque observe ciertas cualidades que le convenzan. El Señor escoge a sus siervos a pesar de que sus vidas dejen mucho que desear. He ahí la gracia divina. Sin que seamos dignos de ser empleados por Cristo como instrumentos vivos y eficaces para predicar el evangelio del Reino, sin embargo, nos acoge para premiarnos con el galardón de ser llamados fieles. La elección de Pablo tuvo como fruto toda una trayectoria de vida entregada y consagrada al cien por cien a proclamar las buenas nuevas de Cristo, y su ministerio o servicio (gr. diakonia), tal y como él confirma en Efesios 3:8, es el de anunciar en medio de los paganos la buena voluntad de Dios para ellos: “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo.”
La magnitud de la gracia de Dios con respecto a Pablo se incrementa mientras leemos parte del testimonio de Pablo acerca de su pasado anticristiano. Se reconoce como alguien que no merecía haber recibido el privilegio de ser apóstol de Cristo, como un individuo blasfemo que vituperaba el nombre de Cristo y la fe de los del Camino, como un furioso perseguidor, tal y como Lucas lo describe en Hechos: “Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel… Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén.” (Hechos 8:3; 9:1-2) Añade el mismo Pablo a la lista descriptiva de su carácter precristiano que además era un injuriador, o como se traduce la palabra griega hybristés en otras versiones, un violento y sádico agresor de creyentes en Cristo. Se cebaba en este grupo de discípulos de Jesús, refocilándose en su tortura y regodeándose en su tormento. Pablo aunaba arrogancia e insolencia a partes iguales, y disfrutaba de insultar y humillar a los primeros mártires del cristianismo.
El apóstol justifica el hecho de haber recibido la misericordia de Dios en Cristo sobre dos cuestiones que, en la ley de Moisés, aunque se consideran motivos, siguen demandando una responsabilidad al infractor: la ignorancia y la incredulidad (gr. apistía). Por un lado, ignoraba quién era Cristo, y por otro lado, negaba de plano cualquier declaración humana que le atribuyese el título de Mesías o de Hijo de Dios. Aunque estas dos actitudes hacia el evangelio de Cristo, hacia Cristo mismo y hacia la iglesia primitiva podían explicarse precisamente en el celo fanático por defender la ley y castigar a los herejes desde su cegada perspectiva de lo que él creía que Dios quería, no obstante, no era suficiente excusa como para justificar ser objeto de la gracia divina. Pablo así lo entiende, y con sinceridad y humilde arrepentimiento, asume que era un enemigo acérrimo de Dios que en Cristo encontró el Mesías de Israel y el Hijo de Dios, algo que podemos contrastar con algunas de las cartas que escribió: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.” (1 Corintios 15:9-10)
A pesar de quién había sido Pablo, de sus fieros ataques contra la iglesia de Cristo, de su sed de sangre y de sus acciones agresivas contra el evangelio, “la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús.” (v. 14) La salvación de Dios en Cristo comprende estos tres ingredientes fundamentales: la gracia, la fe y el amor. La gracia del Señor Jesucristo es intensificada con el término griego hyperpleona, el cual se traduce como sobreabundante, y nos señala la idea de que la gracia siempre vencerá al pecado que abunda en este mundo. La fe (gr. pistis) es el don que Dios ofrece al ser humano para poder responder a esa gracia, confiando en la acción transformadora de esa gracia y creyendo en la soberanía de Cristo sobre su vida. Y el amor agape es el regalo definitivo al mortal, mediante el cual se entiende la gracia, la misericordia, el perdón y la redención de Cristo en la cruz. Todos estos elementos conectados entre sí son necesarios para cambiar a un ser humano cruel y violento en otro lleno del Espíritu Santo y decidido a proclamar el evangelio de salvación.
- EL EVANGELIO SIMPLIFICADO
A continuación, el apóstol registra una especie de fórmula confesional, de credo, himno o resumen doctrinal. Este versículo es una condensación del evangelio predicado por Pablo: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.” (v. 15) Este micro mensaje, que probablemente ya estaba en circulación por algunas iglesias fundadas por el apóstol de los gentiles con tintes litúrgicos, es un mensaje fiel, confiable y sujeto a la verdad. Y esta breve frase ha de ser parte central de la enseñanza, la predicación y la fe de las iglesias cristianas, puesto que es digna de que todos la atesoren como suyas propias. El Mesías encarnado, Cristo Jesús, desciende desde los cielos, en su preexistencia y gloria, para ejecutar el plan de salvación que Dios ya tenía preparado desde la fundación del universo. Jesús no vino a condenar, y razones hubiese tenido para hacerlo, dada la situación en la que el mundo se hallaba en aquel entonces. No vino a vencer a las huestes romanas que gobernaban con mano de hierro Judea. Como el discurso programático de Jesús, registrado por Lucas al principio de su ministerio terrenal, afirma: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor.” (Lucas 4:18-19) Pablo se considera a sí mismo como objetivo del amor salvador de Cristo, e incluso se considera, no como en un mal ejercicio de autoestima, despreciándose a sí mismo, sino como alguien que conoce perfectamente el pasado, el presente y el futuro de su alma, como el primero de esos pecadores, aunque algunas versiones traduzcan la palabra griega protos como el peor de los pecadores.
Aprovechando la idea de que es el primero entre todos los pecadores del mundo y de la historia, Pablo desea remarcar la gracia de Dios en su vida, demostrando a sus lectores u oyentes que si Dios pudo hacer el milagro de redimir su espíritu, puede hacer lo mismo con tu vida: “Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna.” (v. 16) De nuevo, repite la frase en la que la misericordia, esto es, el acto amoroso de Dios que erradica la miseria causada por el pecado en Pablo, le ha alcanzado de lleno. Se convierte así el apóstol Pablo en un referente para todos los que escuchan el mensaje del evangelio. La obra clemente de Cristo, su gran longanimidad y paciencia (gr. makrothymia) para con su carácter, temperamento y personalidad, es un ejemplo y modelo (gr. hypotiposis) de lo que el Señor es capaz de hacer con una trayectoria vital que supuraba maldad, incredulidad y ceguera espiritual. Si Cristo pudo cambiar el parecer y la obtusa manera de considerar a Dios que tenía Pablo, cualquiera de nosotros puede acceder a la vida eterna, viene a decir el apóstol. Los futuros creyentes podemos considerar y examinar el testimonio paulino, y entendemos que la gracia de Dios en Cristo puede salvar y rescatar la vida más perdida y más perversa que exista sobre la faz de la tierra.
- ADORACIÓN AL DADOR DEL EVANGELIO DE GRACIA
Para terminar con esta manifestación de un corazón abierto que late por predicar el evangelio de Cristo a todas las naciones, Pablo reseña una doxología o afirmación de adoración hacia la fuente de su salvación y de la gracia disponible para todo aquel que crea en Jesucristo: “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.” (v. 17) Dada la acción graciosa y misericordiosa del Señor, dada la elección apostólica de la que Pablo ha sido objeto, y dado el mensaje del evangelio como privilegio otorgado por Dios, el apóstol adora entre asombrado y agradecido a soberano de todas las edades, la presente y la por venir. Varios son los títulos que acompañan al reinado eterno de Dios y que intentan describir su gloria y majestad. Es inmortal o incorruptible, eterno e imperecedero, sin tiempo y sin sujeción al paso del mismo. Es invisible, espiritual, ya que en su esplendor celestial, podría consumir a quien pudiese contemplar cara a cara su presencia física. Es único, que no comparte su gloria con nadie, y que no soporta la idolatría que el ser humano crea a su antojo y capricho. Es sabio Dios, omnisciente en el conocimiento de todas las cosas y consejero fiel de aquel que desea ser feliz en este mundo y en el venidero. A este Dios, encarnado en Cristo y comunicado mediante su Espíritu Santo al creyente en su conversión y sometimiento voluntario, debe tributarse todo el honor y toda la gloria en todo instante, situación y momento. Nadie merece ser alabado y honrado en este universo, sino el Dios de gracia que encomienda a sus hijos predicar el evangelio de salvación. Con el “amén”, asiente no solo Pablo, sino Timoteo como destinatario primero de esta carta, y toda la iglesia de Cristo que de verdad asume y se compromete con las buenas noticias de redención y perdón de los pecados.
CONCLUSIÓN
¿Qué podemos aprender de estas confesiones personales de Pablo a los lectores u oyentes del futuro como nosotros? En primer lugar, a ser agradecidos por ser recubiertos de la gracia de Cristo a pesar de ser como somos en nuestra indignidad. En segundo lugar, a reconocer que el ministerio de la predicación bíblica no se circunscribe únicamente a determinadas personas dotadas por el Espíritu Santo para ello, sino que es un ministerio propio de cada creyente particular que forma parte de la iglesia de Cristo. En tercer lugar, que no hay casos perdidos a la hora de ser tocados por la mano milagrosa y transformadora de Jesucristo, ya que si Pablo, ejemplo claro de persona prácticamente irredimible, sufrió una metamorfosis espiritual del calibre demostrado a través de su testimonio personal, todos, hasta el último de los alientos, pueden rogar al Señor que salve sus almas. En cuarto lugar, aprendemos que el evangelio es más sencillo de lo que a veces queremos hacer comprender a las personas, y que en una simple fórmula como la que Pablo aporta en este texto, puede memorizarse para dar cumplida defensa de nuestra fe. Y por último, entendemos que, ante la obra expiatoria de Cristo en nuestro favor, solo podemos postrarnos humildemente para adorar al Señor y reconocer su poder, gloria y soberanía absolutos.