DESLEALTAD II

DESLEALTAD II

SERIE DE SERMONES SOBRE MALAQUÍAS “LA RELIGIOSIDAD A JUICIO”

TEXTO BÍBLICO: MALAQUÍAS 2:10-16

INTRODUCCIÓN

Siempre me he preguntado el porqué del hecho de que tantos imperios, poderosos y descollantes sobre el resto de pueblos de su alrededor, hayan ido encaminándose por las veredas del declive y de la decadencia con el paso de los años hasta desaparecer o hasta atomizarse en pedazos más pequeños. Mis dudas han ido acrecentándose conforme conocía de instituciones sociales más o menos relevantes e influyentes, que alcanzaban la cima de la excelencia y la prosperidad en un momento dado de su trayectoria, para más tarde caer en la más miserable de las condiciones. Y esto por no hablar de equipos deportivos, partidos políticos, sistemas finacieros, o incluso, comunidades de fe de todo pelaje. Parece existir una especie de patrón en su dinámica vital que los aupa hasta cotas de perfección y poderío inigualables, pero que acaban su ascensión bajando vertiginosamente hacia el vacío de la aniquilación y el olvido. Si observamos con cautela y precisión, entre todas las causas que precipitan el fin de una comunidad humana y que la sumen en la destrucción total y absoluta, encontraremos que muchas veces el enemigo ataca con fuerza su estabilidad y principios rectores, pero que en prácticamente todos los casos, es el adversario interno el que reduce a cenizas todo lo que con tanto ahínco se había logrado y conquistado.

En términos religiosos y cristianos ese ha sido el más grave problema jamás vivido y tenido en consideración. El daño no proviene de las amenazas foráneas, ni del acoso y derribo de contrincantes deseosos de ocupar un lugar deseado en el orden de cosas espiritual, ni siquiera de personas que buscan malévolamente arruinar el testimonio de una iglesia o de una confesión de fe. El verdadero y auténtico proceso de deterioro y corrupción de una iglesia cristiana proviene de dentro. Malaquías ya ha señalado acusadoramente a los sacerdotes, condenándolos por su negligencia, su hedonismo y sus perversas intenciones a la hora de manipular la religión y de hacer tropezar con su nefasto testimonio a los creyentes. Ellos tienen, como ya vimos, una responsabilidad privilegiada que no han administrado correctamente, sino que han intentado burlarse de Dios con sus patrañas y sus jueguecitos religiosos. Sin embargo, esta deslealtad mostrada por los que debían garantizar una guía espiritual saludable, equilibrada y teocéntrica, no es la única deslealtad que debe ser castigada y juzgada. También son el resto de ciudadanos de la nación los que han preferido adulterar espiritualmente al despreciar y repudiar el pacto dado por Dios a todo el pueblo de Israel desde tiempos inmemoriales.

El profeta Malaquías, después de vapulear de lo lindo a los hipócritas sacerdotes, recibe la orden divina de dirigir unas palabras de reprensión y advertencia contra aquellos supuestos creyentes y adoradores de su nombre que han sido infieles para con Dios. La amonestación comienza con una serie de preguntas que todo aquel que escucha este oráculo profético debe hacerse dentro de sí. Dios quiere señalar enfáticamente que una de las lacras que destruyen a una comunidad de fe como era la de Israel, era la deslealtad entre hermanos: “¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando el pacto de nuestros padres?” (v. 10). Una triste y lamentable realidad existente en el seno de Israel era que las disputas, los conflictos y las peleas entre tribus rompían un intento inicial por volver a recuperar la identidad nacional perdida tras haber sido deportados a Babilonia. Unos habían quedado en Jerusalén por no ser aptos a los ojos de los caldeos, y las élites habían tenido que someterse a la arbitraria servidumbre babilónica. Después de tantos años, las cosas habían cambiado, y los unos deseaban quedarse con lo que tenían, mientras los que regresaban a su patria anhelaban recuperar lo que perdieron, pero que estaba en poder de los que se quedaron atrás en el destierro. ¿Qué hogar puede fortalecerse, afirmarse en la búsqueda de la felicidad y el bien, si cada uno de sus miembros está continuamente a la greña por asuntos materialistas y egoístas?

Malaquías aboga por la necesaria unidad de todas las tribus y de todos los hermanos en la reconstrucción de la identidad nacional israelita y en la renovación de una vida religiosa de acuerdo a lo estipulado por la alianza que Dios hizo con sus ancestros. El Señor les recuerda que Él es el que los ha elegido como nación santa, el que los ha rescatado de la servidumbre, el que les ha dado la tierra que pisan y el que les ha hecho ser quienes son. El olvido suele ser la causa principal que lleva a la deslealtad, y en Israel tenemos esa situación. Sin considerar quién está al mando y quién les ha engendrado como nación, han decidido reñir y participar en guerras fratricidas. ¿No es precisamente ese un problema que afecta a muchas comunidades de fe evangélicas? ¿No es el conflicto constante entre hermanos, vergonzoso y sonrojante, por razones peregrinas, hilarantes y triviales, el que carcome poco a poco la comunión, la unidad y el espíritu de armonía que debería adornar la iglesia? Todo esto sucede cuando se olvida que Cristo es la cabeza de la iglesia, y cuando existen personas que, con mayor o menor ambición, se convierten en arribistas por el poder que solo le pertenece al Señor dentro de nuestras congregaciones. El maltrato mutuo dentro de la iglesia de Cristo es un hecho que paulatinamente disgrega la membresía y ofrece un testimonio demoledor y negativo para con los de afuera. Este es el mandamiento de nuestro Señor Jesucristo al respecto: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” (Juan 13:34-35)

Pero no solamente había este problema en medio del pueblo israelita regresado de tierras lejanas. La deslealtad también procedía de desdeñar los preceptos de Dios, establecidos desde antaño con sus predecesores: “Prevaricó Judá, y en Israel y en Jerusalén se ha cometido abominación; porque Judá ha profanado el santuario de Jehová que él amó, y se casó con hija de dios extraño. El Señor cortará de las tiendas de Jacob al hombre que hiciere esto, al que vela y al que responde, y al que ofrece ofrenda a Jehová de los ejércitos.” (vv. 11-12) Tres palabras nos ayudan a comprender la falta tan terrible que comete el pueblo contra Dios: prevaricación, abominación y profanación. La palabra hebrea para prevaricar en este contexto, es beged, la cual significa que se ha traicionado el pacto de Dios a sabiendas, con conocimiento de causa y con maliciosas intenciones. Como abominación era considerada cualquier práctica religiosa que no se ajustaba a lo estipulado en las directrices dictadas por Dios sobre su adoración, y en especial, se refería a la idolatría o adoración de otros dioses distintos al Señor. Y la profanación se relaciona con hacer común algo que es santo, como no dar la debida importancia o reverencia a Dios a la hora de adorarle o de presentarse delante de Él. En definitiva, estos tres pecados insensatos se resumen en pasar olímpicamente de Dios y de su pacto de gracia y salvación, y en construirse una religión a su acomodo y a la medida de sus deseos perversos. Todos estos presuntos creyentes serán expulsados y cortados sin importar el paripé que muchos realizan con ayunos, oraciones, vigilias y ofrendas, todo ello desagradable delante de un Dios santo.

Aquí aparece también uno de los asuntos más peliagudos de la deslealtad contra Dios: el casamiento con mujeres procedentes de naciones paganas e idólatras. No se trata en este tema de justificar la pureza racial o la exclusión de una multietnicidad dentro de la sociedad israelita. No se trata tampoco de prohibir que una persona se case con otra persona de distinta religión. El auténtico problema está en que para casarse con una nueva mujer idólatra, se repudiaba a la primera, y por añadidura, la cosmovisión idolátrica del nuevo cónyuge solía someter y dominar a la cosmovisión teocéntrica y a las prácticas religiosas del israelita. El Señor ya había dejado clara su postura en la alianza que hace con su pueblo: “Y no emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te destruirá pronto.” (Deuteronomio 7:3-4).

Cuando la Palabra de Dios, la cual es el pacto y la alianza que nos ha entregado como pueblo de Dios y como cuerpo de Cristo, es dejada a un lado para abrazar otras corrientas antibíblicas, para dejarse influenciar por tendencias externas ocupando nuestro interés, tiempo y dedicación en ídolos que nos sustraen de una comunión constante con el Señor, el fin de la iglesia está cercano. La sustitución de la Biblia por sucedáneos azucarados y melífluos en forma de libros ungidos escritos por ungidos profetas del engaño humanista y espiritualoide, llevará a la anorexia espiritual de la membresía hasta lograr que ésta busque alimento sólido en otros lares. En el preciso instante en el que no tomamos el nombre del Señor en serio, nuestra adoración no está saturada de respeto, veneración y reverencia, sino que se toma a risa la obra redentora de Cristo al participar indignamente de la Cena del Señor y al vivir peor de lo que lo hace cualquier incrédulo, la desaparición de la comunidad de fe es cuestión de poco tiempo. Si queremos emparentarnos con movimientos y cosmovisiones ideológicas contrarias a la voluntad de Dios expresada en la Biblia, no podemos esperar de Dios su consentimiento y beneplácito. Pablo, viendo las orejas al lobo de esta tendencia en medio de la iglesia primitiva escribió lo siguiente: “¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.” (2 Corintios 6:15-16). La deslealtad para con Cristo, el cual murió para darnos vida, y para con su evangelio de amor y gracia, conducirá a una iglesia por los mismos derroteros que siguieron muchas otras de las que ya solo queda el recuerdo.

Retomando la idea anterior de repudio de las esposas para buscar sustitutas de entre los pueblos idólatras vecinos, Malaquías remacha la idea de que la deslealtad que provoca la decadencia moral de toda una nación y de toda una religión tiene mucho que ver con la deslealtad para con sus cónyuges: “Y esta otra vez haréis cubrir el altar de Jehová de lágrimas, de llanto, y de clamor; así que no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con gusto de vuestra mano. Mas diréis: ¿Por qué? Porque Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto. ¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales.” (vv. 13-16) Los que van a presentar supuestamente sus respetos a Dios, aquellos que creen que una religiosidad vacía y aparente es suficiente para aplacar la ira de Dios, aquellos que piensan que pueden engañar a Dios con baratijas y ofrendas podridas, y aquellos que asumen que podrán hacer lo que les venga en gana sin que Dios tome medidas, serán rechazados de plano por el Señor al considerar que sus espíritus e intenciones son nauseabundas.

Lo gracioso, y penoso, del asunto es que encima preguntan a Dios el porqué de su decisión de mirar con desagrado todo lo que le llevan al altar. El Señor tiene una respuesta a ese descarado y deslenguado porqué. Una señal inequívoca de la deslealtad del pueblo es la infidelidad conyugal y el repudio o divorcio rápido y caprichoso de la mujer de su juventud. Podemos comprobar cómo el matrimonio humano se conecta con el pacto con Dios. Si la gente no era capaz de ser fiel en lo tocante al pacto conyugal, ¿qué se puede esperar de cumplir y obedecer el pacto con Dios? Si en lo menos no se es fiel, en lo mucho, mucho menos. Renunciar a la esposa, que es carne de su carne y sangre de su sangre, madre de su descendencia, y compañera con una similar visión de la vida y de la devoción a Dios, supone renunciar a su vez a buscar a Dios como centro de su adoración y de su existencia. Divorciarse de su primer amor para lograr ver cumplidos sus retorcidos deleites en los brazos solícitos y sin tabúes de otra mujer que se entrega entre otras cosas a la prostitución sagrada de los templos paganos, es la evidencia inequívoca de una deslealtad espiritual con Aquel que ideó la institución matrimonial y familiar.

Y es que la familia  y el matrimonio según lo ordenado por Dios en su Palabra son los pilares fundamentales para entender cualquier congregación cristiana. Cuando las familias se ven afectadas por las influencias malditas que propugna nuestra deteriorada sociedad en términos morales y éticos, la iglesia también lo nota y lo siente hasta las entrañas. La iglesia debe proteger a la familia cristiana, dando apoyo a todos y cada uno de sus componentes, y mediando en conflictos que puedan surgir para solventarlos con decencia, sentido común y con el discernimiento espiritual que solo da el Señor. Por otro lado, también es menester reconocer que como creyentes individuales nos enfriamos en nuestra relación con Dios, y poco a poco nos vamos deslizando hasta la infidelidad y la deslealtad, dejando atrás ese primer amor que es Cristo, nuestro Señor y Salvador. Todo esto va a ayudar poco a la hora de construir y edificar una comunidad de fe centrada en Cristo y en su mensaje de salvación.

Por eso Malaquías nos llama a guardarnos, a protegernos, a prevenir y a distinguir entre lo que proviene de Dios y lo que no. El pacto que Dios ha hecho con su iglesia está lleno de su Espíritu, repleto de sus bendiciones y colmado con sus promesas de gracia, provisión y cuidado. ¿Para qué perder el tiempo buscando algo diferente a lo que Él nos ofrece si sabemos que no existe nada mejor? El Señor quiere que seamos sus descendientes, sus hijos, su adopción gracias al pacto en la sangre de Cristo en la cruz del Calvario. No necesitas nada de lo que te ofrece el mundo, el cual es efímero y engañoso. No necesitas escuchar nada que provenga de ideologías y filosofías vanas y superficiales. Ya lo decía el apóstol Pablo: “No erréis; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres.” (1 Corintios 15:33). No seas desleal e infiel a Dios, porque las consencuencias son funestas y dramáticas, tanto en esta vida como en la venidera. Haz caso de Salomón en Proverbios: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida.” (Proverbios 4:23).

CONCLUSIÓN

No caigamos en el error de confundir religiosidad con religión. No sucumbamos a la tentación de olvidar de dónde venimos, de quién nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable, y hacia dónde peregrinamos. No dejemos de amarnos en Cristo como hermanos de una misma familia y con un mismo Padre. No nos rindamos al encanto de la idolatría barata y seductora, la cual se acopla perfectamente a lo que deseamos y no a lo que necesitamos. Guardémonos de vernos esclavizados por la visión del mundo que la sociedad quiere que asimilemos sí o sí. No nos convirtamos en el enemigo de nuestro crecimiento y de nuestra madurez espiritual, llevando a nuestra comunidad de fe a la desaparición y ruina.

Protejamos nuestro corazón y a nuestra familia de la amnesia espiritual, y retomemos ese primer amor que inflamó nuestras almas y que puso pasión y propósito en nuestras vidas en virtud de nuestro encuentro con Cristo. A diferencia de nosotros, él siempre se mantiene fiel, y con amor perseverante sigue persuadiendo a su esposa, la cual es la iglesia, a que recapacite y renueve sus votos de vida eterna con él.

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