ENGAÑANDO AL GRAN REY

ENGAÑANDO AL GRAN REY

SERIE DE SERMONES SOBRE MALAQUÍAS “LA RELIGIÓN A JUICIO”

TEXTO BÍBLICO: MALAQUÍAS 1:6-14

INTRODUCCIÓN

Si somos lo suficientemente sinceros, todos o hemos engañado o hemos sido engañados alguna vez. El engaño y la treta siempre han formado parte de los mecanismos y procesos que permiten conseguir al que los usa determinados beneficios que con honestidad no se lograrían. Engañar supone aparentar una actitud de beatífica candidez para después dar el estacazo padre cuando el incauto cae en la trampa de manera inocente. Estamos rodeados de engañadores, timadores, tahures de toda clase, burladores variopintos y charlatanes que venderían hielo a los esquimales y arena a los beduínos del desierto. Engañar consiste en “hacer creer a alguien por medio de palabras, acciones, etc., lo que no es verdad, obtener un beneficio de alguien aparentando o haciéndole creer algo que no es verdad, o hacer creer o ver que algo es distinto de como es en realidad.” Otros sinónimos para engañar son mentir, timar, estafar, burlar, fingir, falsear, equivocar, confundir, falsificar, enredar, chasquear, defraudar, desorientar, despistar, encandilar, engatusar, fascinar, liar, seducir, embaucar, aparentar, traicionar, decepcionar. El embaucador de turno nos toma el pelo, nos vende humo, nos da gato por liebre, nos la da con queso, y nos convence de que los perros se atan con longanizas o que el suelo está empedrado con huevos fritos. Esta es la acepción más empleada del vocablo, aunque existe otra que se ajusta a la perfección al tema que hoy trataremos en el sermón, la cual reza así: “Distraer la atención de una persona con algo.”

Es como si un mago ilusionista que realiza trucos de naipes, te dejara ensimismado en algo aparente, mientras urde y trama el golpe de efecto que nos dejará boquiabiertos. En el caso que hoy nos ocupa, la religiosidad encontraba su núcleo más duro en el sacerdocio. Los sacerdotes, garantes de la enseñanza bíblica e intermediarios entre Dios y su pueblo, se habían sumido en una religiosidad hipócrita, descarada y desvergonzada. Aquellos de los que se suponía un ejemplar comportamiento y a los que se acudía para reconocer la limpieza o la impureza de la persona en casos de enfermedad o de contacto con la inmundicia en todas sus expresiones, eran los primeros en burlarse de Dios y en engañar al Gran Rey del universo. A través de Malaquías, Dios exige el honor debido a su persona y nombre, algo completamente racional, dadas su grandeza y su gracia para con el ser humano: “El hijo honra a su padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? Y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice el Señor de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre.” (v. 6). En la lógica del respeto y la reverencia oportuna y merecida tanto por un padre que cuida y ama a sus hijos, como por un señor ante el cual se inclinan los sirvientes en reconocimiento de su superioridad y soberanía, Dios no está recibiendo ni honores ni respeto. En lo que a la vida cotidiana de la sociedad de aquellos días, un hijo que deshonrase o insultase a su padre, era considerado como la escoria de la comunidad. Y lo mismo sucede con un señor que es ninguneado o burlado por parte de un siervo; posiblemente éste acabaría castigado ejemplarmente o incluso muerto. Los sacerdotes, siendo hijos y siervos de Dios, se están riendo en su cara por medio de prácticas realmente deplorables y sonrojantes tal como veremos a continuación.

Dios demanda su lugar de gloria y autoridad sobre sus más inmediatos servidores, y la respuesta que recibe de éstos es tan inaudita como la que vimos en los primeros versículos de este libro profético: “Y decís: ¿En qué hemos menospreciado tu nombre?” (v. 6). Con una desfachatez terrible, vuelven a recurrir a la amnesia selectiva para espetar a Dios que ellos están haciendo lo que se les ha pedido como responsables de la adoración religiosa. No saben de qué les está hablando Dios, y lo tratan como a un cualquiera más al que pueden engañar a la ligera. Dios se dispone ahora a desnudar sus malas artes y su falsa manera de actuar en relación a la responsabilidad y el privilegio recibidos.

La primera artimaña de la que se sirven estos pájaros de cuenta es la de ofrecer a Dios lo peor de lo peor haciéndolo pasar por ofrendas de primerísima calidad. Dios los reprende sin ambages: “En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa del Señor es despreciable. Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice el Señor de los ejércitos… Y vosotros lo habéis profanado (el nombre de Dios) cuando decís: Inmunda es la mesa del Señor, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto! Y me despreciáis, dice el Señor de los ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o cojo, o enfermo, y presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré yo eso de vuestra mano?” (vv. 7-8, 12-13).

En vez de ofrecer delante del Señor el pan de la proposición, el cual debía tener unas características concretas y ser elaborado de una manera determinada, los sacerdotes ponían sobre la mesa del Señor un pan duro, rancio, mohoso y hecho con los desechos de la harina, e incluso mezclado con piedras. Total, Dios no se lo iba a comer, así que, ¿para qué ofrecer un pan de primera categoría a un Dios sin dientes? ¿No sería mejor quedarse con el bueno y recien cocido para ellos, e intentar tangar a Dios con un pan revenido y seco? Pero no acaba aquí el toco mocho sacerdotal, sino que encima, cuando debían sacrificar y realizar holocaustos de animales en el altar de Dios, recurrían a especímenes llenos de taras, de defectos, moribundos que ya nadie quería, e incluso, ojo al dato, animales robados a otras personas. Todo pensando en que Dios no se daría cuenta de la diferencia y con una actitud de hastío y aburrimiento supinos, como si Dios fuese más una carga que una bendición asombrosa. ¡Valientes granujas!

Este pecado deleznable aun sigue presente entre aquellos que viven religiosamente y solo recurren a las instituciones eclesiales para entregar las migajas a Dios, mientras ellos viven a cuerpo de rey. En su ceguera espiritual y en su estupidez moral, creen que Dios no se va a preocupar si ellos dan aquello que ni ellos mismos quieren. Desafían a Dios en su mayordomía financiera pensando que a Dios no le hace falta el dinero, o que simplemente ofreciendo simbólica y esporádicamente su tiempo o sus dones para quedar bien con Dios y cubrir la cuota mínima de santidad y buenas obras, será suficiente. Piensan que engañan a Dios con sus mentiras y sus falsas poses de cristianos, cuando su corazón solo anhela egoístamente no tener que desembarazarse de unos miserables euros. No se dan por completo a Dios, a Cristo y a la misión, sino que prefieren mantenerse al margen, imitando el mismo modelo que hicieron tan popular Ananías y Safira, tratando de no caer fulminados. Desprecian todo lo que viene de Dios, y tributan al Señor una serie de ofrendas que ni ellos, en su desvergüenza, serían capaces de entregar a sus superiores humanos. ¿De verdad tienen idea de lo que están haciendo? ¿No se dan cuenta de que Dios no puede ser burlado de esta forma sin que se desate el juicio y las represalias de un Dios santo y merecedor de toda nuestra alabanza y loor?

Pero esto solo es la punta del iceberg en lo que a religiosidad barata y engañifa espiritualoide se refiere. Malaquías sigue ahondando en el horrendo problema sacerdotal: “Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice el Señor de los ejércitos.” (v. 9). Es de risa. O sea, ellos le dan lo peor que tienen a Dios, y esperan que el Señor les inunde de bendiciones, les prospere, sonría como un bobalicón y les perdone su hipocresía y su desprecio. No tienen remedio. Es como si a mi me insultasen, me pusiesen en el palo del gallinero, me dijesen que soy más tonto que Abundio, y que soy un cero a la izquierda, y como consecuencia de estas lindezas, tuviese que darles besos y abrazos, les diese todo lo que quisieran y encima tuviese que darles las gracias. ¿Quién creían que era Dios? ¿Un pelele, una marioneta o un genio de la lámpara al cual hacerle perrerías esperando toneladas de tesoros y riquezas?

¿No pasa también esto entre nuestras filas? Personas religiosas, con fachada de buena gente y mejores cristianos, pero que encima de que restringen sus ofrendas a Dios y le dan al Señor la porquería que no quiere ni el más pobre de los mortales, quieren que Dios les muestre su gracia y su misericordia como si nada pasara. Las oraciones de esas personas que creen que por estar en las filas de una iglesia o de una religión serán escuchadas por Dios, deben estar bromeando. Las plegarias de estos individuos no suben más allá del techo de la capilla. ¿O Dios verá con buenos ojos como una persona autoproclamada creyente se ríe a carcajadas de aquellos hermanos que sí se comprometen y se responsabilizan de su profesión de fe de manera fehaciente y generosa? Por supuesto que no. La generosidad de Dios, aunque es proverbial para con toda clase de seres humanos, sin embargo, no puede ni es producto directo del menosprecio que sufre su nombre y su soberanía.

Para acabar de redondear esta lista de prácticas perversas de los sacerdotes en los tiempos de Malaquías, Dios les reprocha lo siguiente: “¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice el Señor de los ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda.” (v. 10) La locura y la estulticia sacerdotal había llevado a muchos de los servidores de Dios a cobrar por hacer lo que debían hacer en virtud de su llamamiento levítico, el cual era un privilegio increíble. En lugar de hacer su labor de manera voluntaria, alegre y honrada, imponían una serie de comisiones dinerarias si se quería que todo estuviese en orden en el Templo de Dios. Era una forma de decirle a Dios que si quería su casa bien servida y cuidada, su provisión diaria, su presencia y su gloria, no era suficiente pago por sus servicios. Es como si un padre tuviese que pagar a un hijo por serlo, o como si un amo tuviese que pagar un salario al sirviente además de su manutención. Pero, ¿de qué estamos hablando?

Esta avidez insaciable por el dinero continúa trastocando la ética pastoral y ministerial de muchos supuestos siervos de Dios hoy en día. Supeditan su papel de pastores de la congregación a la cantidad económica que se les pueda dar. Si no reciben de una congregación lo que desean, se olvidan de su llamamiento y de su privilegiada vocación, y se muestran hastiados cada vez que una oveja necesita de su auxilio y consejo. Son asalariados del ministerio que si no son remunerados convenientemente o a la altura de sus ambiciones y avaricia, dejan de cuidar y guiar a sus rebaños para que cualquier lobo rapaz pueda dar cuenta de ellos, y todo esto sin remordimientos ni problemas de conciencia. En lugar de mirar a Cristo como el príncipe de los pastores, como ejemplo y modelo de un ministerio que se fundamenta en el amor por las ovejas, por el evangelio de Cristo y por la misión de Dios, deciden mirar más a su ombligo y a su vientre, a su bolsillo y a su cuenta bancaria. Por supuesto, todo obrero es digno de su salario, pero éste no debe ser la premisa básica sobre la que cimentar su obra pastoral, instructiva o misionera. Es recriminar a Dios que no está siendo lo suficientemente bondadoso y desprendido con ellos, y que la provisión de Dios está demasiado alejada de sus expectativas de subsistencia en este mundo.

El nombre de Dios no puede ni debe ser lanzado al barro del oprobio y del escarnio a causa de las fraudulentas conductas religiosas de los seres humanos, y mucho menos ha de ser vilipendiado entre risas y mofas por los incrédulos que comprueban que para muchos religiosos, la cuestión de coherencia entre fe y práctica, y el asunto de la falta de pasión amorosa por Dios en reconocimiento de la grandeza del Señor, son testimonios de que la religión es solo un engañabobos sin visos de autenticidad. Por eso Dios desea que la mirada de aquellos que le buscan se fijen en su persona y no en la de los engañadores que trafican con la religión: “Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos.” (v. 11). Menos mal que no todos estos burdos asalariados del ministerio sacerdotal eran los únicos que adoraban de manera debida a Dios. El Señor infunde esperanza a los destinatarios de estas palabras, a aquellos que pugnan por lograr cambiar una religiosidad de apariencias y embustes en una relación íntima, personal y comunitaria con Dios. El nombre de Dios, aunque habrá de recibir invectivas y sarcasmos por parte de los pueblos paganos, sin embargo, sigue teniendo sacerdotes que obedecen a su supremo llamamiento y que se rinden ante Dios en homenaje y alabanza sinceros.

Al Señor no se la podemos dar con queso, ni tenemos la capacidad rastrera de poder burlarnos a mandibula batiente de Él. Él sabe perfectamente qué pensamos, en qué invertimos nuestros recursos, con qué talante nos acercamos a Él en oración, con qué propósito traemos nuestros diezmos y ofrendas, y con qué intenciones nos arrogamos el nombre de creyentes, discípulos, sacerdotes o cristianos. Podemos engañar a la persona que tenemos a nuestro lado, a los diáconos, al pastor y a todo quisque, pero nunca podremos engatusar a Dios con nuestras paupérrimas obras propias de la religiosidad tradicionalista. Como modo de advertencia, Dios, por medio del profeta Malaquías, lanza una maldición transtemporal que se extiende a todos los religiosos de la historia de la humanidad: “Maldito el que engaña, el que teniendo machos en su rebaño, promete, y sacrifica al Señor lo dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice el Señor de los ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones.” (v. 14). Aquel que promete a Dios como voto lo mejor que posee, que cumpla a pies juntillas su promesa, y que ofrezca lo mejor de lo mejor como señal de gratitud y adoración por la petición contestada. A Dios no lo vas a embaucar como tal vez hagas con aquellos a los que pides ayuda, y luego no les devuelves lo que les prometiste que les darías a cambio de un favor necesario. Dios ya conoce con antelación suficiente de qué palo vas y con qué interés haces las cosas.

CONCLUSIÓN

Engáñate a ti mismo si es tu deseo hacerlo, porque Dios todo lo sabe y lo conoce, incluso lo más profundo del corazón del ser humano. Es de ser imprudentes e idiotas querer dar gato por liebre al Gran Rey, aquel que te juzgará en el presente y en el día postrero sobre el ejercicio hipócrita y embustero de tu sacerdocio como creyente en Cristo. La religiosidad es una mentira que puede hacernos sentir bien mientras la fiesta dura, pero cuando la maldición de Dios se abata sobre tu impostura y tu figurantismo, prepárate para temblar y para lamentar.  Querer distraer a Dios es del todo imposible, y engañarlo una quimera absurda y poco sensata.

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