ESPERANZA HALLADA

ESPERANZA HALLADA

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA ESPERANZA “ESPERANZA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:1-4

Nadie quiere saber nada de mí. Nadie se acuerda siquiera si existo. Nadie quisiera tener que ver conmigo. Por lo menos no en mi estado. Han pasado los años como siglos desde la primera evidencia de mi desgracia. Los recuerdos aún abruman mi mente en la remembranza de buenos y felices tiempos cuando tenía una familia, un trabajo, duro y sacrificado, pero lo suficientemente digno como para mantener a los míos. Todavía resuenan en mis maltrechos oídos las risas de mis hijos mientras jugaban en el patio, y las palabras de cariño de mi esposa llamándome para comer. Ahora todo esto es polvo que se lleva el viento de mi miseria. Y todo comenzó con una pequeña mancha en mi brazo izquierdo, una leve decoloración en mi atezada piel. Desde que apareció esa mancha, me temí lo peor. Aconsejado por mi rabino, me presenté ante el sacerdote para que pudiese sacarme de dudas. Tras siete días de aislamiento, la mancha no hacía más que crecer y el área del brazo en el que estaba, comenzaba a dolerme, levemente al principio, para aumentar en los siguientes días.

Después de otros siete días, la cosa empezaba a pintar bastante mal. Dejé de sentir el dolor en mi brazo, sí, pero a qué precio. La anestesia e insensibilidad fue apoderándose de mis miembros y el sacerdote decidió tomar medidas muy severas al respecto. Las escamas ya eran visibles en mi malograda piel, y éstas dieron paso a úlceras y llagas purulentas que destilaban un pus cuyo olor era realmente desagradable y hediondo. El sacerdote, con la conciencia clara de un diagnóstico terrible y definitivo, me instruyó inmediatamente sobre las estipulaciones de pureza e impureza ritual que se encontraban recogidas en el libro del Levítico. Debía renunciar a volver a ver a mi familia, a participar de todas las actividades sociales y religiosas de la comunidad y a volver a tener contacto con personas sanas en mi particular peregrinaje por la marginación. Y así, rasgando mis vestiduras, descubriendo mi cabeza y mi cabello, que ya emblanquecía a pasos agigantados, tapándome la boca para no contagiar por vía aérea a cuantos se cruzasen por mi camino, y preparado para gritar con mi enronquecida voz el estado lamentable de mi cuerpo a los incautos que se acercasen a ciento cincuenta pies de mi posición, abandoné todo lo que más quería.

Algunos podrían pensar que la lepra era un castigo de Dios por mis pecados. A veces yo mismo reflexiono en voz alta a las afueras de la ciudad rogando a Dios que se apiade de mí del mismo modo que lo hizo con Job. He analizado hasta la extenuación en qué habría podido yo fallar a Dios con mis actos, palabras y pensamientos, y simplemente he llegado a la conclusión de que si esto me ha pasado a mí es por algo. No sé muy bien el porqué de mi destructiva enfermedad, y con el paso del tiempo ya he dejado de preguntármelo. Siempre se nos ha enseñado a asumir nuestras circunstancias y a esperar de Dios una milagrosa obra de misericordia. Conozco a muchos compañeros de fatigas que sufren mi mismo mal y que ya se han dado por vencidos. Ciertamente esta enfermedad va corroyendo nuestro interior y, aunque no es dolorosa, sí podemos ver los estragos de nuestra insensibilidad en nuestras manos y pies. En alguna ocasión contemplé horrorizado cómo mi rostro estaba perdiendo su forma original para verse convertido en un boceto inacabado de león del desierto. El olor que desprenden nuestras úlceras es tan intenso que los insectos nos confunden con cadáveres andantes y nos cosen a picaduras que aunque no nos duelen, si aumentan la inflamación de nuestras tumefacciones. No nos extraña que mucha gente, cuando nos ve, nos apedree y nos maldiga, pero estos actos siguen quebrantando nuestros corazones y nuestro ánimo y esperanzas.

Sigo aferrándome a la esperanza. Muchos conocidos míos me dicen que para qué sigo esperando la sanidad de mi cuerpo, que la lepra es incurable, que los médicos no han encontrado la cura a una enfermedad que casi se encuentra en la cúspide de razones por las que alguien se vuelve impuro. Pero a mis oídos también ha llegado la noticia de que alguien llamado Jesús y proveniente de Nazaret puede colmar mis expectativas de sanidad. He pensado que ya no tengo nada que perder y todo que ganar. He decidido que no puedo seguir alejado de mi familia, que no puedo vivir como un desecho humano, que Dios no me ha abandonado. Y por ello, sin miedo a las represalias y las reprimendas de una sociedad que se ha olvidado completamente de mí, hoy me he acercado al primer ser humano que ni me ha insultado, ni me ha apedreado, ni se ha avergonzado de mi aspecto y mi hedor. La esperanza estaba a mi alcance, y no he querido dejarla pasar por mi lado debido a las convenciones sociales y religiosas. Sí, yo veía que con cada paso que daba, la gente que acompañaba a Jesús se apartaba, huía y exclamaba escandalizada la barbaridad que yo estaba perpetrando. Contemplé las miradas de ira, odio y vergüenza de decenas de personas, pero aun así no me arredré ni acobardé.

Cada uno de mis pasos adquiría mayor seguridad al ver cómo Jesús no retrocedía ni un ápice ante mi avance. Todo lo contrario. En este hombre al que no conocía de nada podía atisbar un mundo de amor, ternura y misericordia. En su rostro bailaba una sonrisa de acogimiento, de compasión y de esperanza. Y justo antes de llegar donde él estaba, no pude por menos que derrumbarme en adoración y reconocimiento. Nadie sino Dios mismo podría haberse quedado ante mí a unos pasos de distancia. Nadie sino Dios podría haber hecho caso omiso a las tradiciones religiosas de impureza. Nadie sino Dios podría haber dejado que un ser indigno e inmundo como yo pudiese casi tocarlo. Me postré ante él sin esperar nada a cambio. Solo quise saborear lo que significaba ser tratado dignamente después de tanto tiempo de ostracismo. Mientras el polvo se arremolinaba en torno a mí, solo surgió de mi áspera garganta una oración en la que toda mi esperanza se había volcado ante Jesús: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Ahora sabía a ciencia cierta ante quién estaba. No era un sueño o una imaginaria visión pasajera producto de mi debilidad. Dios me estaba mirando y lo hacía con un cariño tan grande e inexplicable que mi corazón se había derretido ante Él desde el primer momento. No quería acercarme a Jesús reclamando o demandando algo que él debía hacer por mí. No lo amenacé ni le reproché el porqué de mi enfermedad. Simplemente dejé mi vida en sus manos. Su voluntad sería la que dictaría la sentencia. Su poder se desataría milagrosamente en mi cuerpo si él así lo estimaba conveniente.

Lo que ocurrió a continuación no solo sorprendió a los testigos de nuestro encuentro en mitad de la calle. Me sorprendió a mí mismo cuando una mano, bendita mano, me tocó. ¿Cuánto tiempo hacía que alguien no me prodigaba el contacto de sus dedos? Todavía recordaba la última caricia de su esposa en la despedida final. Sin embargo, este toque era completamente distinto. Era el toque del amor que rompe barreras y prejuicios. Era el toque de un Dios que no deja desamparado a sus hijos. Era el toque esperanzador que hacía que el poder de Dios fluyera a través de los miembros de mi cuerpo leproso. Era el toque de Jesús que no solo sanaba organismos sino que también restauraba el corazón. Las breves palabras de Jesús siempre quedarán marcadas a fuego en mi memoria hasta mi muerte: “Quiero; sé limpio.” Y como una fuerza indescriptible, conmovedora y energizante se apoderó de todo mi ser, mientras todos los daños que plagaban mi piel y mis dedos iban volviendo a su estado original y natural de manera instantánea. Y lo que es más, no solo habían desaparecido las secuelas de mi lepra exterior, sino que la lepra interior de mi pecado también había sido purificada a través del perdón de Dios. Había encontrado la esperanza en Jesús y éste no me defraudó. Volver a vivir, volver a abrazar a mis hijos y esposa, volver a adorar a Dios en el Templo, volver a trabajar, todo era un mismo pensamiento que se abría paso entre el gozo y la gratitud que llenaban mi corazón.

Tal era mi entusiasmo e ilusión que no presté atención a lo que me decía Jesús sobre contar a todo el mundo mi experiencia de sanidad. Sabía que debía ir inmediatamente a ver al sacerdote para que éste certificara mi completa restauración física, pero más pudo en mí transmitir a todo el mundo que buscaba una esperanza para mí, y que la hallé en Jesús, el autor y consumador de mi curación maravillosa. Sé que mucha gente está sufriendo como he sufrido yo, pero saber que Dios ha provisto en Jesús una esperanza viva a través de la cual podemos recibir la limpieza de nuestro cuerpo y nuestra alma, es la mejor noticia que la humanidad al completo pudiese recibir nunca. Ahora tengo la certeza de que aquel que tocó lo intocable puede seguir tocando vidas enfermas con amor y gracia para su restablecimiento espiritual.

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