¿RELIGIÓN O RELACIÓN?

¿RELIGIÓN O RELACIÓN?

 

SERIE DE SERMONES SOBRE MALAQUÍAS “LA RELIGIOSIDAD A JUICIO”

TEXTO BÍBLICO: MALAQUÍAS 4

INTRODUCCIÓN

¿Qué pasaría si en vez de amar a tu esposo o a tu esposa, simplemente le dieses las migajas de un afecto envejecido? ¿Qué ocurriría si a tu hijo solamente le entregases aquello que te sobra, lo más polvoriento y lo más echado a perder? ¿Qué sucedería si a tus padres les ofrecieses un frío saludo de conveniencia mientras tratas de robarles su pensión en el menor descuido? ¿Qué acontecería si a tu amigo o a tu amiga del alma le mintieses como un bellaco o bellaca a sabiendas que tu deber es el de ser sincero con ellos? ¿Cómo te sentirías tú si aquel ser querido al que profesas un intenso cariño, te arrinconase en el orden de prioridades de su vida y decidiese dedicar su tiempo y su amor a otras personas de mala calaña y peor vida? Es terrible constatar el cambio que supone pasar del amor fraternal, parental, filial o conyugal a un hastiado hilo de costumbre, monotonía y compromiso gravoso. Es difícil de sobrellevar el hecho de que los que antaño te querían de todo corazón, ahora les eres indiferente y tu existencia para ellos es absolutamente irrelevante.

Esta experiencia traumática que de vez en cuando se da en nuestra dinámica de relaciones interpersonales, familiares, amistosas o matrimoniales, es precisamente la clase de experiencia por la que atraviesa el vínculo existente, o inexistente, entre Dios y el ser humano instalado en la religiosidad. La transformación de un alma apasionada por Cristo en un espíritu marchito que solo confía en sí mismo y en los ídolos que ha diseñado para sí, es una realidad que ha impregnado nuestra sociedad española hasta desembocar en una folklorización de lo sagrado, en un costumbrismo puntual, en un tradicionalismo del que no se pone en duda nada, y en una beatería infumable que ya prácticamente nadie se cree.

La metamorfosis de la espiritualidad bien entendida y llevada a términos prácticos en una religiosidad aparatosa, ceremonial y litúrgicamente congelada, es un episodio lamentable que todas las religiones y confesiones comparten en un momento dado. España es ahora un país supuestamente católico romano, pero solamente en aquellos determinados momentos en los que el paripé y las convenciones sociales lo requieren. Esta religiosidad es una abominación para un Dios santo, que no se deja llevar por las obras insolventes e improductivas del ser humano que se postra en un intento por calmar sus cauterizadas conciencias con penitencias baratas y golpes de pecho insinceros.

Es desde este desafortunado entendimiento de la relación o de la religión con Dios, que Malaquías escribe este punto y final a su libro profético. Se acabaron las zarandajas, las excusas, el cinismo y las chulerías. Se terminó eso de ningunear a Dios, de echarle en cara las injusticias sociales que plagan este mundo. Ha llegado el final para aquellas voces insolentes que pretendían merecer un premio por ser religiosos. Dios quiere que todos estos insensatos e hipócritas religiosos se enteren de que Dios no dejará que se siga avergonzando su nombre entre las naciones aledañas. Dios presenta, por medio de Malaquías, una oportunidad más para que el arrepentimiento y el propósito de enmienda cunda entre su pueblo.

Con ese objetivo, el Señor no vacila en promulgar una declaración de intenciones contra los que siguen empecinándose en marear la perdiz a Dios y contra aquellos que siguen confiando en su auto-justicia y en el merecimiento de las riquezas del cielo como galardón a sus magníficas obras en apariencia piadosas: “Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama.” (v. 1)

Tratar de minimizar, o incluso evitar mencionar, los efectos nocivos que sobre la comunidad de fe provoca el hecho de pensar que no existen consecuencias cuando una persona que forma parte de ella vive una religión superficial y vacía, es una imprudencia. Se abarata de algún modo realmente delirante esa gracia que Dios dispensa sobre la humanidad, y en especial sobre aquellos que creen en Él. La idea de un universalismo sentimentaloide es ciertamente muy atractivo para aquellos que se conforman con vivir como “buena gente”, que piensan que simplemente con cumplir sinceramente con su religión, por más estrambótica que ésta sea, y que abogan por la idea equivocada de que a Dios no le interesa nuestro proceso de santificación, nuestro estilo de vida y nuestra forma de transitar por el camino que Jesús mismo ha mostrado desde sus palabras y acciones en los evangelios.

La Palabra de Dios no habla de dejar impunes los crímenes que la raza humana se perpetúa en cometer en este plano terrenal, no se dedica a poner una alfombra roja a quienes le repudian, le mienten a la cara y encima se creen dignos herederos del Reino de los cielos, y ni mucho menos proclama salvación y redención sin que exista un cambio radical de mente y corazón a la imagen de Cristo. Comunicar a las personas que no importa lo que hagan y lo que digan, que al final irán al cielo, es un tremendo error.

Malaquías, al dictado de Dios, deja muy claro que Dios vendrá al mundo para juzgar a vivos y a muertos según la plenitud de su justicia perfecta. Ese día no será un día de pétalos de flores, confeti de colores y serpentinas. Será un instante en la eternidad en el que los desmanes de los perversos tendrán su merecido y en el que la gracia encarnada en Cristo justificará a quienes lo han hecho parte nuclear de su fe y de su esperanza. La justicia de Dios es una realidad compatible con su amor precisamente en este evento cósmico en el que todos habremos de dar cuenta de qué hicimos con el regalo de la salvación que se nos presentó en un momento dado de nuestra existencia terrenal.

Jesús mismo nos habla de tales personas religiosas: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.” (Mateo 7:22-23). Personas vestidas de religiosidad formal, pero sin un fondo espiritual de peso, así como individuos que fraudulentamente sugieren a Dios que ameritan ser aceptados como ciudadanos del Reino de los cielos a pesar de que abusan de la abundante misericordia y paciencia del Señor, estaban en la denuncia inequívoca de nuestro referente a todos los niveles, esto es, Jesús.

Este abaratamiento de la gracia y del sacrificio benefactor y redentor de Cristo se contrapone al cielo que espera a aquellos que confían en Dios y que han obedecido sus mandamientos con perseverancia y constancia: “Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos.” (vv. 2-3)

Aquellos que veneran a Dios, que no maldicen ni ensucian su nombre, que se arrepienten de sus pecados, y que son santificados diariamente bajo la incansable obra del Espíritu Santo, verán nacer al Sol de justicia, al Cristo prometido, al Mesías esperado. Todos aquellos de nosotros que resistamos las pruebas que nos prepara este sistema mundial perverso, conoceremos la lumbrera de la verdad y de la justicia en persona. Jesucristo será nuestro sol de ahora en adelante, puesto que la noche habrá sido abolida para siempre en la ciudad santa de la Nueva Jerusalén. En ese día precioso y deseable para cualquier creyente que haya depositado su fe en Cristo, la salvación y la vida eterna se harán plenas, nos colmarán de gozo, de alegría y de fiesta por amor de su nombre. Seremos tan felices como los jóvenes becerros que brincan sobre los riscos y los montes, dando rienda suelta a su satisfacción, energía y contento. Nuestra esperanza se verá culminada con el amanecer de una era sempiterna repleta de la presencia de Dios.

Mientras estamos sufriendo el acoso y el derribo de muchos de nuestros enemigos en este mundo terrenal, nuestra mirada soñadora se posa en el júbilo que recorrerá cada una de nuestras almas cuando nuestros días de sufrimiento y aflicción aquí sean solo un recuerdo pasajero. En la paz imperecedera que sentiremos cuando entendamos que hemos sido comprados a precio de sangre por Jesús en la cruz, descansaremos de nuestras fatigas y sinsabores, y exploraremos la inmensidad de su esencia y realidad como nunca pudimos hacerlo desde nuestra efímera carcasa física y desde nuestra limitada y nublada capacidad de entendimiento de nuestro cerebro mortal.

¿No os sobrecoge poder caminar por el Muelle de Levante de nuestro puerto alicantino en esos días de verano en los que el sol libra su batalla contra la oscuridad de la noche estrellada, y poder contemplar cómo este se alza victorioso para pintar de color y luz todo lo que sus rayos tocan? ¿Cómo no nos emocionará ese instante esplendoroso en el que tú y yo podamos tocar con la punta de los dedos de nuestro cuerpo espiritual renovado el alba de una eternidad junto a Cristo?

Pero hasta que llegue ese momento definitivo en la historia de la humanidad, ¿qué habremos de hacer? ¿A qué nos dedicaremos mientras tanto? “Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel.” (v. 4)

       En el ínterin, nuestra misión y deseo debe ser acordarse diariamente de la ley de Dios dada a Moisés y a los profetas, a aquellos siervos que hablaron en nombre de Dios. La ley de Dios, revelada en la Biblia que tenemos entre nuestras manos hoy mismo, y perfeccionada y consumada en Cristo, el Hijo de Dios, no debe apartarse de nuestra mente y de nuestro corazón hasta que en el día en el que nos encontraremos de tú a tú con el Señor, sea culminado el plan maestro de nuestro Dios y Cristo sea todo lo que necesitamos y anhelamos. No basta con memorizarla o estudiarla, sino que es menester interiorizarla y practicarla, para que cuando comparezcamos delante de Dios no tengamos nada de qué avergonzarnos.

Además, conociendo y examinando la Palabra de Dios tendremos la oportunidad de cotejar y comparar las profecías y estatutos de Dios con el Verbo encarnado, con Cristo, nuestro Señor y Salvador, y así saborear con deleite el modo que Dios escogió para redimirnos y salvarnos. Las relaciones tienen éxito en el conocimiento diario de la otra persona, en compartir tiempo y vivencias con el otro, en dedicarse en cuerpo y alma en la felicidad de la otra parte, y eso es precisamente lo que haremos al conocer a Dios por medio de las Escrituras hasta su parusía.

Una señal de la venida de ese día espléndido y cautivador es el advenimiento del profeta Elías: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición.” (vv. 5-6).

¿Será Elías redivivo, aquel varón de Dios que fue arrebatado a los cielos sin pasar por la puerta amarga de la muerte, el que daría el pistoletazo de salida de la venida del día del Señor? Si acudimos a los evangelios, averiguaremos a quién hacía referencia el profeta Malaquías: “Y si queréis recibirlo, él (Juan el Bautista) es aquel Elías que había de venir.” (Mateo 11:14); “Entonces sus discípulos le preguntaron, diciendo: ¿Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero? Respondiendo Jesús, les dijo: A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron; así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos. Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista.” (Mateo 17:10-13). Juan el Bautista, con su predicación de arrepentimiento, sería este Elías que prepararía el camino de Jesús a través de sus discursos en el desierto: “En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.” (Mateo 3:1-2).

Juan el Bautista, el profeta que recoge el relevo de sus predecesores a la hora de comunicar el oráculo de Dios a su pueblo, acondicionará los corazones de sus oyentes, de tal manera que muchos puedan aceptar a Jesús y sus enseñanzas, al Mesías y su perdón, al Cristo y su redención. Jesús, Dios encarnado, sacrificado en nuestro favor a causa de nuestros pecados en la cruz del Gólgota, será el inaugurador de la era de la gracia, una era de oportunidades hasta que en su segunda venida cierre la historia tal y como la conocemos. Al igual que Juan, Jesús no solo pregonó amor de Dios a raudales, sino que una y otra vez, confrontó a su pueblo con su pecado, con el propósito de hacerles ver la mentira de sus vidas blanqueadas y maquilladas, y provocar en ellos la verdadera y auténtica religión reconciliatoria con Dios.

El mensaje de Jesús siempre fue claro y conciso, rotundo y sin pelos en la lengua en lo que se refería a los dos destinos eternos que esperan a todo mortal: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo… Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles… E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.” (Mateo 25:31-34, 41, 46).

CONCLUSIÓN

¿Qué escogerás vivir a partir de hoy? ¿Una religiosidad que esconde tu verdadero yo a los demás y que se acomoda a los usos y modas sin considerar su valor y sentido? ¿O una relación viva e íntima con un Dios personal que te ama y te considera un hijo? ¿Perderás el tiempo acumulando buenas obras para ver si Dios te recompensa con el cielo? ¿O invertirás tu tiempo en cultivar una relación en la que el arrepentimiento genuino, la confesión sincera y el perdón de Dios dan como resultado vida eterna y felicidad absoluta? ¿Seguirás intentando engañar a Dios con tus triquiñuelas infantiles o te rendirás a Él reconociendo que solo por su gracia puedes recibir la salvación de tu alma?

La religiosidad y la relación son tan antagónicas como el día y la noche. ¿Elegirás el camino que lleva derecho a la autodestrucción? ¿O serás sabio para entregar tu vida como ofrenda fragante a Jesucristo, tu Señor y Salvador? Hoy es el día de tu salvación si así lo deseas. No dejes pasar este instante que se te presenta, arrepiéntete de tus pecados, confiesa en oración que necesitas su perdón, y declara públicamente tu amor y obediencia hacia Dios bautizándote y formando parte de la iglesia de Cristo: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” (Romanos 10:9)

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