SIGA RECTO

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TEXTO BÍBLICO: GÁLATAS 6:7-10

INTRODUCCIÓN

El ser humano es un ser lleno de contradicciones. Es capaz de lo mejor, demostrando su potencial para hacer el bien, y es también capaz de lo peor, dejando salir del corazón todo un mundo de perversión y rencor. Con el paso de la historia la humanidad ha buscado la manera de conocerse a sí misma, y sin embargo, los frutos de esa búsqueda existencial siguen siendo amargos y venenosos. Siempre se ha dicho que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y la realidad que se impone es justo esa, la de personas que, en vez de utilizar el sentido común, muestran lo más irracional del corazón humano. En esa insensatez que a menudo vemos a nuestro alrededor existe en muchos, incluidos creyentes, un sentido de merecimiento de la salvación equivocado y erróneo. Algunos caen en el autoengaño de pensar que a través de méritos, buenas obras, observancia de ritos y ceremonias litúrgicas y de limosnas, es posible entrar en el cielo de los justos. Y justo cuando la muerte arrebata la vida de esas personas, siempre solemos escuchar la manida frase de “se ha ganado el cielo”, como si la gloria de Dios fuese susceptible de ser negociada o comprada con obras, como decía el profeta Isaías, que son más bien trapos de inmundicia ante el Señor.

Este autoengaño es el que produce en algunos creyentes la sensación de que, como la salvación de Dios no se pierde, ahora uno puede conducirse según los apetitos de la carne y los deseos desenfrenados de nuestras concupiscencias. Este era el caso de algunos hermanos de la iglesia en Galacia. Influenciados por una serie de individuos más conocidos como judaizantes, los cuales pretendían enseñar que la redención de Cristo no se completaría en los gentiles si no abrazaban todas y cada una de las exigencias de la ley judía, los hermanos gálatas se estaban apartando de la justificación por la fe, de la salvación por gracia y de la redención únicamente a través del sacrificio de Cristo en la cruz. Pablo, preocupado por una serie de episodios nefastos y amenazadores de la doctrina apostólica que suscitan en el seno de la comunidad cristiana de Galacia divisiones y confusión, decide tomar cartas en el asunto. Para ello, no solamente enfatiza el craso error al que están siendo sometidos por los judaizantes, sino que les emplaza a meditar calmada y profundamente sobre el lugar oportuno que ocupan las obras de justicia en relación con la fe.

  1. LA SEMILLA DEL AUTOENGAÑO TIENE SU ORIGEN EN LA INSENSATEZ HUMANA

“No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” (v. 7)

Tal había sido el trágico influjo de los judaizantes en el corazón y la fe de los creyentes gentiles de Galacia, que éstos habían asumido que no podrían ser cristianos completos sin cumplir con todos los requisitos establecidos para ser buenos judíos. Por encima de todas las festividades, ritos y ceremonias propias del judaísmo, una cobraba una importancia mayor a los ojos de estos judaizantes: la circuncisión. Este símbolo de pertenencia al pueblo escogido por Dios en el Antiguo Testamento estaba siendo requerido por los judaizantes en orden a confirmar la adhesión a la causa de Cristo de todos los gentiles. Esta clase de pervertidores de la sana doctrina abogaban por una vida hipócrita en la que los actos estaban por encima de la fe. La fe debía supeditarse a las obras y no al revés, lo cual hacía que la apariencia de piedad que estos judaizantes tenían los identificase con aquellos fariseos estirados y formalistas a los que Jesús amonestó y acusó en muchas ocasiones. Pablo insta a los gálatas a que no se dejen engañar por estos individuos y a que si ya han sucumbido a sus palabras y enseñanzas, que quiten de su mente estas perniciosas ideas contrarias al evangelio de la gracia de Dios.

A Dios no vamos a embaucarle nunca con nuestra apariencia de santidad y de cumplimiento de una religiosidad ficticia. Dios no puede ser burlado, principalmente porque conoce nuestra alma de pe a pa, sabe con absoluta certeza que es lo que más abunda en nuestros pensamientos y cuáles son nuestras auténticas intenciones en todo lo que hacemos en la vida. Todavía sigue habiendo millones de personas presas de una religiosidad que predica la salvación por obras y que siguen pensando que a Dios se le puede comprar, se le puede mentir, se le pueden ocultar cosas o se le puede aplacar con determinados sacrificios. Oseas recogió esta idea en una de sus profecías a Efraín y Judá: “¿Qué haré a ti, Efraín? ¿Qué haré a ti, Judá? La piedad vuestra es como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que se desvanece… Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos.” (Oseas 6:4, 6). Nos engañamos a nosotros mismos cuando pensamos que haciendo esto y aquello, tenemos ya garantizado el favor de Dios. Nos autoengañamos al asumir que Dios pasa por alto nuestros pecados mientras cumplamos con las tradiciones y las normas de etiqueta y protocolo religiosos.

No, Dios no es estúpido ni tonto como para que se le rían en la cara. Pero en su inmensa gracia, nos previene para que nos demos cuenta de nuestra verdadera situación y necesidad espiritual, y así sembremos con fe y compasión genuinas para recoger frutos abundantes de justicia, paz y amor. En la imagen agrícola de la siembra y siega somos capaces de contemplar una ley espiritual evidente, universal, predecible e inmutable que no admite excepciones de ninguna clase: el carácter de una persona es el resultado de las semillas que se plantaron desde el principio de su vida. De ahí la preocupación del escritor de Proverbios al reseñar lo siguiente: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.” (Proverbios 22:6). Todos conocemos el refrán castizo que reza: “Quién siembra tormentas, recoge tempestades.” Esta manifestación de la sabiduría popular que nos instruye acerca de las consecuencias de nuestros actos y acerca de las decisiones que tomamos en la vida, se apoya en la constante afirmación bíblica de este principio que invariablemente se cumple a su tiempo debido: “Como yo he visto, los que aran iniquidad y siembran injuria, la siegan.” (Job 4:8). Lo mismo sucede en el sentido diametralmente opuesto: “Sembrad para vosotros en justicia, segad para vosotros en misericordia; haced para vosotros barbecho; porque es el tiempo de buscar al Señor, hasta que venga y os enseñe justicia.” (Oseas 10:12).

  1. LA SEMILLA DEL AUTOENGAÑO GENERA CORRUPCIÓN

“Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; más el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.” (v. 8)

¿Qué quiere decir sembrar para la carne propia? Significa invertir tiempo, recursos y energías en lograr la satisfacción de nuestros más desbocados y desviados deseos al coste que sea. Significa dar prioridad a nuestro yo, mientras damos la espalda a los demás y a Dios. Significa anhelar lo prohibido en detrimento de aquello que es justo y piadoso. Significa, en definitiva, dejar de sembrar en el campo de la misericordia, del perdón y de la justicia que Cristo ha preparado para nosotros en virtud de su sacrificio en la cruz del Calvario. Nuestra carne no es ni más ni menos que la residencia del pecado, el lugar en el que la tentación siempre aparece para poner a prueba nuestra fe, el sitio en el que se fragua la corrupción y desde la que se perciben los problemas, los dramas y las tragedias de nuestra vida. Pablo, desde su propia experiencia personal, así lo entiende: “Y yo sé que, en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.” (Romanos 7:18). Si decidimos sembrar para nuestra carnalidad, la degeneración paulatina de nuestro espíritu será una realidad, y aunque seamos salvos por gracia, las secuelas y efectos de nuestro hedonismo y búsqueda del placer terrenal nos mostrarán nuestro erróneo planteamiento de vida.

Sin embargo, Pablo quiere darnos esperanzas en cuanto a esta dolorosa y oscura situación. Estamos a tiempo de volver sobre nuestros pasos y de arrepentirnos de esta corrupta manera de vivir, y así poder sembrar para el Espíritu. ¿Y qué es sembrar para el Espíritu? Es andar en el Espíritu y hacer que nuestros deseos carnales pasen hambre (Gálatas 5:16). Es invertir tiempo, recursos y energías en deleitarnos en la obra santificadora del Espíritu Santo que realiza en nosotros. Es dar prioridad a Cristo como nuestro Señor y Salvador, amándole y siguiéndole. Es anhelar la voluntad de Dios desechando cualquier tentación por hacer el mal y desobedecer a nuestro Señor. Es, en definitiva, dejar de sembrar en la parcela del pecado, de la muerte y de Satanás, la cual Cristo ya ha declarado como un lugar de perdición y condenación. Si sembramos para el Espíritu, cosecharemos toda una existencia gloriosa y maravillosa junto a Dios, que desde el instante en el que confesamos por fe que Cristo es nuestro redentor, ya desata su poder y vida en nuestros corazones.

  1. LA SEMILLA DEL AUTOENGAÑO PROVOCA EN NOSOTROS CANSANCIO Y PEREZA POR HACER EL BIEN

“No nos cansemos, pues, de hacer el bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.” (vv. 9-10)

Ser buenos no es cosa sencilla. ¿En cuántas ocasiones no manifestamos bondad, amor o paciencia con determinadas personas, y éstas, o bien no nos lo agradecieron, o bien nos engañaron? Ciertamente hacer el bien no es tan fácil como parece, sobre todo cuando nos timan, nos toman por tontos o nos utilizan para fines poco razonables. Pablo, en vista del desánimo que puede cundir entre los gálatas después de saberse engañados por los judaizantes, procura alentarlos en su perseverancia por hacer el bien. De sobra es sabido que generalizar es siempre una mala cosa. Y a veces, a causa de experiencias negativas relativas a hacer el bien de buena fe, dejamos de auxiliar y ayudar a otras personas que tal vez nos necesiten de verdad. Pablo no desea que esto suceda con sus queridos hermanos de Galacia. Su énfasis está en que sean pacientes, ya que las semillas que plantamos en el campo del Espíritu necesitan su tiempo para germinar y dar fruto. Muchos cristianos son como esos niños a los que se les da un hueso de fruta o una semilla hoy, y mañana, cuando ven el tiesto sin señales de planta o fruto, ya se dan por vencidos puesto que están ansiosos por recoger el resultado de su siembra. Ante la tentación del cansancio y la extenuación de hacer el bien, Cristo debe ser nuestro ejemplo de perseverancia y coraje: “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar.” (Hebreos 12:3).

Esta vida que tenemos es el campo en el que debemos sembrar el bien, y cualquier oportunidad es buena para socorrer al necesitado y para velar por el sostén de los más desfavorecidos de la sociedad, sin importar de dónde vienen, a dónde van, qué creen o dejan de creer, sexo, nacionalidad, raza o estrato socioeconómico. Ni el desmayo ni la pereza deben apoderarse de nuestra voluntad de hacer el bien. Todo lo contrario. Hemos de mantenernos activos y trabajar de manera efectiva y diligente como iglesia y como miembros de la misma. La manifestación más poderosa de que nuestra fe está anclada en Cristo es poner por obra aquello que creemos, aquello que nos ha enseñado Jesús con su estilo de vida, aquello que fructifica dentro de nuestra alma gracias al trabajo incansable del Espíritu Santo. Nuestras obras deben ser la evidencia fiel y constante de que estamos andando en el Espíritu como dignos discípulos de Cristo. Y de manera especial, tal y como Pablo apostilla, nuestra buena voluntad y nuestro deseo de servir debe partir en primer lugar de la comunidad de fe. Juan dejó para la posteridad su enseñanza en cuanto al amor que hemos de derramar sobre los que forman parte de la familia de la fe, y en la relación tan estrecha que existe entre nuestro nuevo nacimiento por fe y las obras: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte.” (1 Juan 3:14).

CONCLUSIÓN

El autoengaño de que las obras nos facilitan el camino hacia el cielo debe erradicarse de nuestras creencias. La fe es la que produce las obras y no al revés. Seamos sinceros con  nosotros mismos y con Dios, y busquemos siempre sembrar el bien en todo tiempo y a toda persona, no para estar a buenas con Dios, sino para demostrar al mundo que Cristo puede cambiar de tal manera la vida de una persona, que pase de vivir para sus deleites y apetitos carnales a hacer el bien y la justicia para la gloria de Dios. Tal vez la siega tarde en llegar, pero si no nos damos por vencidos, tarde o temprano, Dios recompensará y galardonará a aquellos que se han mantenido firmes en su profesión de fe.

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